Sumario:01.- El ser vivo en el cosmos.
02.- La especie humana.
03.- Humanidad.
04.- Sociabilidad.
05.- Cultura.
06.- Predestinación y contingencia.
07.- Responsabilidad.
08.- Relaciones en justicia.
09.- Igualdad de oportunidades.
10.- Del beneficio particular.
11.- Egocentrismo y solidaridad.
12.- Instituciones autónomas.
13.- Gobierno global.
14.- Legado personal.
01.- El ser vivo en el cosmos.
Aunque existe una acepción del cosmos que lo define como: "espacio exterior a la Tierra" (diccionario RAE 2001), el presente trabajo se inclina por el más amplio significado de la palabra, que abarca la total existencia física, material o no, conocida o no, así como el espacio interestelar que posibilita la individualización de los astros, percibir sus posicionamientos relativos, valorar sus movimientos, tomar conciencia del tiempo e intuir la limitación/ilimitación de esas magnitudes.
Independizar al planeta Tierra del conjunto de astros celestes se sustenta en la muy distinta concepción intelectual causada por la facilidad de percepción e identificación de lo próximo respecto a lo lejano e inaccesible. Durante millones de años se concibió como mundo real el propio planeta y como arcano cuanto del espacio exterior influía sobre él: un mundo plano y quieto en torno al que giraba una constelación de efectos de modo reiterativo.
El saber sobre el inicio del universo, la causa de su existencia, hoy por hoy --y posiblemente siempre-- no está sino reflejado en teorías, pues por mucho que la ciencia avance parece imposible que la experimentación pueda justificar las condiciones físicas que pudieran haber cambiado a los largo de millones y millones de años. Las teorías, por el contrario, sí pueden definir causas probables para los efectos analizados desde las condiciones físicas actualmente conocidas, conclusiones que evidentemente quedan abiertas a la permanente revisión de los avances científicos.
El nudo gordiano sobre el origen del universo está en que si la materia ni se crea ni se destruye ¿cómo la realidad material pudo alcanzar la existencia? En respuesta a ese enigma se ha consolidado al teoría del Big Bang que, basada en la constante expansión del universo, considera como causa del efecto de la diversidad de astros y sus movimientos la aplicación de la energía expansiva de una explosión inicial de la materia absoluta concentrada en un único punto del espacio cósmico. Desde la perspectiva física se justifica la diseminación de la materia en la diversidad de astros existentes, así como el desplazamiento de estos mismos en el espacio. El enigma que no resuelve esta teoría es qué causó la explosión inicial de esa concentración de la materia; ni que, si existía esa masa primigenia material previa al Big Bang, ello clarifique la causa original de la existencia de la energía y la materia, sino que solo ofrece una mera justificación de la diversidad del universo que conocemos, e incluso del origen de la cuantificación del espacio y el tiempo, pero no de su origen radical, pues la lógica exige que si esa concentración de materia o energía explosionó es porque previamente existía.
Aunque se acepte la teoría del Bin Bang como inicio del cosmos, quedaría a la ciencia muchísima tarea hasta justificar como de una explosión se ha seguido todo un orden cósmico en el que la relación entre los planetas dentro de cada sistema solar, de las estrellas entre sí y la interacción entre galaxias siguen condiciones de atracción y repulsión muy distintas de las que se podría esperar de la mera fuerza expansiva tras una explosión.
Esa exploración de la inmensidad del cosmos exterior a la Tierra se compagina con la investigación de las partes más ínfimas de la materia, como son los formantes del átomos y la molécula, hasta identificar las partículas que confunden su reconocimiento como materia o energía. Lo más diminuto de la materia puede arrojar luz sobre la constitución de ese universo inabarcable para la capacidad de computación humana, pues, si toda la materia terrestre conocida es fruto de la composición molecular, cualquier sustancia sideral que tuviera una estructura o composición diferenciada a los elementos conocidos hasta ahora podría ampliar la perspectiva de interpretación del origen del universo.
Otra teoría sobre el origen del cosmos es la mantenida desde siglos por la certidumbre creacionista, que considera como causa del universo la acción de una potencia externa al cosmos, cuya naturaleza inmaterial salva el dilema de cómo la materia surgió por generación espontánea de la nada. La definición de crear como producir algo de la nada (diccionario RAE 2001) no es objetivamente aplicable para el origen del universo, pues cualquier efecto de una causa al menos tiene que sustentarse en una potencia preexistente con potestad de causar, como sujeto que causa; algo que desde siglos los generadores de la teoría creacionista han resuelto adjudicando la autoría de la creación a un ser de naturaleza inmaterial, eterno e infinito; entendiendo por eterno, no el que existe desde siempre y para siempre en una secuencia temporal, sino el que existe permanentemente por esencia en un presente continuo ajeno al transcurso del tiempo; igualmente infinito no porque carezca de límites, sino porque su esencia es un todo en sí ajeno a la determinación del espacio.
Un posible defecto de las teorías creacionistas sea supeditar el acto de la creación del universo a la secuencia temporal con que se concibe actualmente la existencia. La potencia de dar el ser a un universo material no exige la realización de ello según las leyes que han de regir la sucesión y evolución de lo creado, pues igual relación causal existe respecto al fin si el efecto es generado con principio o sin él, e incluso si la génesis de la creación incluye un ficticio pasado existencial.
La perspectiva de la ciencia no admite teoría alguna que escape al análisis demostrativo de la experimentación física, por lo que las teorías creacionistas se consideran especulaciones ontológicas sin capacidad demostrativa. Los creacionistas defienden sus ideas fundamentándose en que no cabe demostración física posible de lo que existe más allá de la materia, concediendo para la conciencia humana un saber metafísico basado en la experiencia psicológica de la realidad inmaterial.
Como actualmente parece imposible discernir una causa como origen incuestionable del universo, convendría que la tolerancia entre cientificismo y creacionismo madurara en seguir cada cual su itinerario investigador y especulativo practicando la honestidad intelectual de admitir la verdad como verdad y la posibilidad como posibilidad.
En las sustancias halladas hasta hoy en el cosmos se puede realizar una división entre las materias inertes, que se transforman, y los seres vivos, que se reproducen; aunque todas ellas en su estructura profunda compartan la materialidad de estar constituidas por moléculas semejantes.
Las sustancias materiales inertes, que constituyen casi la totalidad de la materia existente en el cosmos, están constituidas por la unión de moléculas de uno o varios elementos sometidas a transformaciones físicas y químicas a lo largo de su existencia. Agentes externos a su naturaleza someten a la materia a alteraciones, como el paso de liquido a gas o de sólido a líquido, a consolidaciones de varios materiales por efectos de la presión, a la fusión por el calor, etc. Los diferentes tipos de rocas encontradas en nuestro planeta dan buena muestra de la diversidad de materiales que componen las sustancias inertes, así como la recepción de meteoritos y la exploración espacial permiten estudiar materiales de otros orígenes del cosmos.
Los seres vivos están constituidos por los mismos elementos primarios que las materias inertes, pero mediante asociación de moléculas en aminoácidos, cuya cooperación de sustancias generan células vivas que poseen por naturaleza la facultad de reproducirse para perpetuar la especie. Todos los seres vivos, desde la célula al elefante, mantienen un itinerario existencial semejante: nacen, crecen, se reproducen y mueren. Entre los seres vivos existen dos grandes grupos diferenciados: el de los vegetales y el de los animales. Los vegetales no poseen la capacidad de trasladarse de lugar por impulsos propios, aunque poseen capacidad de movimiento interno, como los precisos para el crecimiento o la distribución de nutrientes a sus células; o por agentes externos, como los propios para la polimerización, los injertos o los trasplantes.
Curiosamente los vegetales poseen sistemas de reproducción exponenciales que permiten no sólo sostener su especie, sino servir de alimentación a los animales. Contémplese, por ejemplo, cómo un árbol frutal produce cada temporada cientos de frutos que sirven para alimentar a muchas especies de animales, cuando para sostener la especie sólo precisaría de unas pocas semillas a lo largo de su vida.
La caracterización del grupo animal está en ser seres dotados de movilidad de lugar, de sensibilidad y de órganos de gestión centralizada para ofrecer respuestas proporcionadas para su supervivencia según su capacidad de percepción. Todos los animales, de acuerdo a su constitución orgánica, poseen cierto conocimiento sensible que les permite discernir en su relación exterior lo apropiado a su beneficio y lo perjudicial para el sostenimiento propio y de la especie; fruto de ello es la asociación grupal en manadas para favorecer la mutua defensa.
Si el interés del humanismo por conocer el origen del universo es notorio, mayor es aún el aliciente por desentrañar los misterios sobre el origen de la vida y la evolución de las especies acaecida en nuestro propio planeta. Cuesta pensar que en los billones de astros que conforman el universo observable en ninguno de ellos se haya desarrollado un género de vida reproductiva homologable al que contemplamos en la Tierra; si nos basáramos en leyes de estadística, esa posibilidad estaría más que justificada, no obstante que las formas de vida fueran muy distintas en razón de las distintas incidencias físicas que condicionen la existencia de vida allá. Del estudio de la posibilidad y condiciones de vida extraterrestre se deriva un doble interés: Lo que pudiera iluminar sobre el itinerario de la formación de la sustancia viva a partir de la materia inerte y la eventualidad de que la vida aquí tuviera su causa en la migración desde otro planeta en tiempos remotos.
02.- La especie humana.
El ser humano comparte con muchas de las demás especies animales las principales características de vitalidad, o sea: composición celular, sensibilidad, movilidad, cerebro, vertebración, copulación, nutrición, deposición, etc.; no obstante esa semejanza, lo distingue de todas ellas su creatividad, pues es evidente que los progresos técnicos y científicos alcanzados por el ser humano no encuentra parangón en ninguna otra especie, aunque alguna de ellas lo superen en cualidades físicas o sensoriales, como la agilidad, la velocidad en los desplazamientos, la potencia o el olfato. Muchas otras especies han desarrollado capacidades por imitación derivadas de la percepción de fenómenos en la naturaleza, pero mientras las especies animales muestran modos de vida semejantes desde la época prehistórica, la evolución de la creatividad humana no ha cesado de crecer para mejorar sus condiciones de vida. Por ello, cabe clasificar al ser humano como una especie distinta del paradigma zoológico, pues aunque su constitución corporal sea semejante a otras especies, su inteligencia le ha conformado potencialmente de modo diferenciado.
En el conocimiento sensible, los procedimientos fisiológicos entre las personas humanas y los animales básicamente siguen una misma dinámica: imputación sobre algún sentido de un efecto externo, transmisión del contenido de esa percepción hacia un órgano central de computación, ejecución de una respuesta refleja o evaluación y archivo del contenido computado en la memoria; si la respuesta es refleja se activa el sistema nervioso y muscular para ofrecer réplica; si el contenido recibido en la percepción no reclame una intervención inmediata, queda archivado en la memoria para, a través de una evaluación conjunta con otras muchas imputaciones, generar abstracciones sobre formas normalizadas de lo que popularmente se reconoce como instinto animal.
Superada esa fase del estudio del conocimiento sensible, que se presume semejante para animales y humanos, la auténtica dificultad aparece cuando se indaga el qué y el cómo del conocimiento intelectual responsable de la diferenciación de los seres humanos. La teoría evolucionista sostiene un paulatino progreso derivado de la selección natural de las mentes más capaces; pero esta teoría tiene la dificultad de verificación de por qué esa evolución ha afectado aparentemente sólo a las personas y no paulatinamente al resto de especies animales; si todas las especies hubieran desarrollado capacidad creativa, aunque en grado diferenciado, se confirmaría la teoría evolucionista, aunque ello no imposibilita sostenerla tan sólo para la especie animal de la cual pudieran descender los humanos.
Partiendo de que para el conocimiento sensible las personas poseen capacidades semejantes a las demás especies animales, habría que admitir que el carácter que define el temperamento que genera respuestas reflejas y determinadas para los fines esenciales de la naturaleza humana podrían catalogarse como instintos cualitativamente evolucionados en los miles de años de existencia humana. Ahora bien, el paso del conocimiento sensible al intelectual, o sea la manifestación de una personalidad creativa, evaluativa y libre exige un análisis más profundo que la mera suposición de la evolución natural.
Una teoría válida puede ser la que considera una doble flexión en el conocimiento humano: La primera la que se deduce de la recepción de datos por la interpretación de la percepción de los sentidos, el almacenamiento de los arbitrariamente seleccionados en la memoria y la confección de imágenes mentales abstractas desde la reiteración de objetos particulares semejantes; la segunda flexión se corresponde a la computación en la mente de los conceptos e ideas generados por la información recibida a través de la fase anterior, reflexionando sobre el interés de los mismos mediante el análisis de sus elementos constituyentes y la conveniencia de su aplicación al interés personal. En esta segunda flexión adquiere un valor esencia las intuiciones proyectivas generadas en la imaginación respecto a la posibilidad de crear objetos materiales y morales inexistentes en la realidad anterior. Esa generación de valor que el ser humano reconoce añadida a su conocimiento sensible se denomina entendimiento: "Potencia del alma, en virtud de la cual concibe las cosas, las compara, las juzga, e induce y deduce de las que ya conoce" (diccionario RAE 2001).
El hecho de que el intelecto induzca, mediante intuiciones creativas, concepciones proyectivas de futuro más allá de la realidad percibida, lo identifica como una facultad independiente del conocimiento sensible, dejando abierta la discusión sobre su naturaleza material o espiritual, entendiendo por espíritu la potencia racional inmaterial que dirige a la voluntad a alcanzar sus objetivos existenciales. Ya el filósofo Inmanuel Kant, a finales del siglo XVIII, advierte:
"El albedrío humano es, ciertamente, un arbitrium sensitivun, pero no brutum, sino liberum, porque la sensibilidad no realiza su acción necesariamente, sino que en el hombre mora una facultad de determinarse por sí, independientemente de la compulsión por impulsos sensibles.La idea de la libertad ha estado permanentemente presente en el pensamiento filosófico, justificada desde la experiencia del consciente creativo que ha permitido el progreso cultural de la humanidad. Aunque la actividad empírica no trasciende sustancialmente sino tras el efecto logrado, como causa comienza al ser potencia capaz de proyectar una fantasía, pues fantasía es toda ilusión creativa hasta lograr concederla forma existencial.
Se ve fácilmente que si toda causalidad en el mundo sensible fuese por naturaleza, entonces todo suceso sería determinado por otro, en el tiempo, según leyes necesarias; y, por tanto, puesto que los fenómenos, al determinar el albedrío, tienen que hacer necesaria cada acción, como su resultado natural, resultaría que la supresión de la libertad transcendental vendría a suprimir al mismo tiempo toda libertad práctica. Pues ésta supone que, aunque algo no haya sucedido, ha debido suceder y su causa en el fenómeno no era, pues, tan determinante, que no haya en nuestro albedrío una causalidad de producir --independientemente de aquellas causas naturales y aun contra su poder e influencia-- algo que, en el orden temporal, según leyes empíricas es determinado, por tanto, de comenzar por sí mismo una serie de sucesos" (Crítica de la razón pura. Edición Tecnos, reimpresión 2006, pag 311-312).Es evidente que sin el previo conocimiento sensible no podría darse conocimiento intelectual, pues este replica el proceso computacional desde la capacidad psicológica de analizar cómo conoce.
En el análisis sobre la propia existencia, la primera advertencia sobre la limitación de la libertad procede de conocer que ningún ser se ha dado a sí mismo la posibilidad de existir; se es por factores externos a la voluntad, como efecto de una causa determinante ajena por completo a la voluntad de ser. La experiencia de no ser causa de sí es de razón, en tanto en cuanto el intelecto toma conciencia de la dependencia del efecto a la causa en toda variación del universo.
El determinismo que supone no ser autor de la propia existencia manifiesta las limitaciones que la naturaleza material impone a cada persona: Su talla, su género, su ADN, su caracterización étnica, su capacidad intelectual, su respuesta refleja... constituyen lo que podríamos considerar el carácter innato de cada persona, que de alguna manera va a determinar parcialmente su libertad de acción en la vida, pues existen influjos naturales sobre la forma de ser tan permanentes como la semántica adjudica al término "carácter".
No obstante la determinación que el carácter confiere a cada ser humano, en el hombre mora una facultad de determinarse por sí que bien se podría reconocer como personalidad, que manifiesta la libertad para conducirse en el modo de ser que para sí mismo se desea. La elección de los valores de conducta que el intelecto distingue como los apropiados para obrar, no sólo manifiestan la libertad humana para conducir su propia creatividad, sino que constituyen el fundamento de la responsabilidad en lo que como causa puede afectar tanto al propio destino como a la repercusión del mismo sobre lo demás. A veces se considera la libertad como la facultad de elegir entre varias opciones existenciales, y lo es, pero lo más trascendente de la libertad está en la reflexión intelectual que discierne entre lo determinado y la creatividad desde nuevos determinantes: el progreso.
03.- Humanidad.
Entre las acepciones que se dan al término "humanidad" hay dos que de forma distinta interesan al humanismo:
El estudio del pasado de la humanidad, como especie o colectividad, ha interesado a los antropólogos y a los historiadores de todos los tiempos, ya que lo que la humanidad es en cada momento se debe al legado recibido de sus antecesores. Esos estudios pueden centrarse en la forma y condición de vida de distintas civilizaciones, pero las conclusiones de cada una de ellas sirven para aseverar tanto la unidad de la especie humana, como su peculiar realización en cada tiempo y lugar de la historia. La sociología, como ciencia más moderna, se ocupa de todo lo que afecta al proceder social que pueda considerarse influjo del ulterior comportamiento de la sociedad.
- La primera es la que refiere al conjunto de los seres humanos pobladores del planeta Tierra. En función del contexto a utilizar, incluye el total de las personas habidas en el pasado y las actuales; aunque con frecuencia se reduce a la población viva en cada momento de la historia.
- La segunda, considera la humanidad como el sentimiento adecuado del ser humano en el trato social.
Conocer la geografía, la población, el clima, las costumbres, el aprovechamiento de los recursos de la naturaleza, la inventiva, la política... de cada etnia movilizó a través de los siglos las exploraciones humanas más allá de los límites conocidos. Intenciones muy diversas impulsaron esas aventuras: desde el ansia de dominio y poder, a la conciencia cultural de intercambiar conocimientos que enriquecieran mutuamente las distintas comunidades. Fruto de esas pesquisas, cada vez fueron ampliándose los mapas, realizándose padrones demográficos, asimilando la diversidad de la naturaleza, rutas marinas, comercio... hasta converger en datos suficientes para definir la globalización de la humanidad y la evolución de su población hasta nuestros días.
El comportamiento histórico de la humanidad lleva a considerar cómo su proceder global ha sido de empoderamiento sobre el resto de las especies vivas. Con la naturaleza, de cuyos recursos prosperó, hubo en el pasado respeto mutuo, tanto con las especies animales como con las vegetales, muy especialmente desde que la humanidad se asentó con el cultivo de la tierra. Ese respeto de la humanidad por la naturaleza se sostuvo hasta que, incrementando el progreso científico la esperanza de vida humana, el crecimiento demográfico de la población generó los primeros síntomas de desajuste entre el gasto y la regeneración de los recursos, hasta que en los últimos decenios la conciencia crítica de la misma humanidad ha clamado sobre la irresponsabilidad de unos hábitos de consumo que atentan a la estabilidad misma del planeta. Si en el pasado la capacidad regenerativa de la naturaleza fue un factor determinante para el sostén de la humanidad, la longevidad de la vida preconizada por el desarrollo de la ingeniería genética augura cambios sustanciales, no sólo para la humanidad, sino también para el habitad del planeta.
El humanismo se interesa más por la segunda de las acepciones de "humanidad" indicada en párrafos precedentes; o sea, que se identifica con favorecer aquellos valores que hacen de la humanidad un ámbito de vida reconfortante para las personas. Cuando se considera la humanidad como globalización dentro del cosmos, la referencia a ella es como un objeto más de los muchos que componen el universo, sin apenas relevancia respecto a la dinámica del mismo, pues casi intrascendente es lo que pueda suceder en cada uno de los billones de astros que lo componen. El humanismo, en cambio, se interesa por la humanidad como sujeto de su esencia y destino, con independencia de cualquier modo de predestinación que pudiera incumbir al universo. Reconocer cada persona no haber participado en su ser la libera, no sólo de su responsabilidad causal, sino también de cualquier responsabilidad respecto a su condición determinada; no obstante, en cuanto posee inteligencia creativa, su responsabilidad es inherente a cuantos efectos atañe su creatividad determinante. Entre esos efectos uno de ellos es la generación vital de la humanidad, de la que cada persona es constituyente, en su ámbito, de acuerdo a su decidida actuación como sujeto, pues también cabe dejarse conducir como sujeto pasivo, como objeto, como elemento intrascendente del decurso de la humanidad.
La historia de la humanidad muestra tantos aspectos negativos como para desanimar a postularse en su favor: Guerra, esclavitud, exterminio, genocidio, subyugación, opresión económica, marginación social, odio, venganza, xenofobia, discriminación de género... se han sucedido de continuo como contienda local, nacional e internacional, no quedando en el mapa comunidad que se pudiera tomar como ejemplar. No obstante el relato negativo que la humanidad se ha ganado, en el que la violencia ocupa más páginas que la solidaridad, quizá sólo porque la excepcionalidad es más noticia que la normalidad, hay que considerar la innumerable actividad humana en provecho social desde los inicios de la historia hasta nuestros días. Valga como ejemplo el testimonio de aquel director de un centro de enseñanza, con miles de alumnos, que confería calidad de milagro al hecho de que cada mañana, tras el alboroto de acceso a las aulas, a la nueve en punto, se instalase un silencio sepulcral en la institución, pues en cada aula los alumnos se aprestaban a atender la enseñanza del profesor con absoluta entrega; semejante comportamiento se aprecia en los innumerables centros laborales --en muchos el ruido es el indicador de la productividad-- donde cada jornada los trabajadores atienden su deber de cooperar al bien social; ni se puede obviar el universal esfuerzo permanente de madres y padres en la crianza y educación de los hijos. Quizá la valoración de la sociedad, pasada y actual, se diferencie según se juzgue la individualidad frente a la masa, pues, aunque no debiera ser, unos pocos, muy poderosos, inducen el comportamiento de otros muchos desde una posición de dominio que perjudica la esencia de la libertad.
La posición crítica del humanismo ante el comportamiento de la humanidad, capaz de lo mejor y lo peor, no puede sino buscar la síntesis en la dialéctica de confrontación respecto al trato de las personas como objetos de la predestinación o como sujetos responsables de su devenir. Un recurso para esa síntesis proviene del legado común de casi todas las civilizaciones precedentes, pues los códigos éticos y morales en ellas recogen de modo mayoritario --con distintos modos de expresión-- como norma primaria de conducta: "Tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado". Parece imposible que un concepto tan claro de proceder no se haya constituido la norma habitual del respeto entre las personas a través de los siglos, si no fuera por la experiencia de cómo los seres intelectuales no alcanzan el juicio racional sobre su deber con los demás sino tras una detenida reflexión.
El primer movimiento de las personas respecto al bien obrar, como en otras muchas especies animales, se debe al instinto de conservación, que mueve a conseguir todo lo necesario para la supervivencia como un bien debido, y desechar lo perjudicial para ello como un infortunio. Desde ese hábito por gustar y disfrutar de lo apetecible a la sensibilidad, el individuo calificará de bueno todo lo que incide positivamente sobre su bienestar, y como malo lo que le molesta o perturba; ahora bien, cuando es él quien precisa obrar para conseguir el bienestar debido, su voluntad sólo seguirá aquellos esfuerzos que le produzcan un bien, ya que es contra razón desearse un mal; la cuestión es si, cuando el efecto de sus acciones recae sobre otros, su voluntad se adhiere sólo al juicio positivo, o es capaz de hallar satisfacción en el mal derivado hacia los demás. Aunque la psicología humana llega a ser tan compleja que admite todas las variables posibles sobre la determinación de la libertad, la tendencia natural del ser humano es de respeto hacia los demás, y, por tanto, de abstenerse de obrar con advertencia de causar el mal a cualquier persona ajena. Esa concepcíón positiva del obrar humano no admitiría la violencia a otras personas, animales o cosas sino desde un cierto grado de irracionalidad, bien por una patología mental o por un estado de excitación u odio que perturbe la conclusión del juicio mental.
¿Cómo entonces se genera la repercusión del mal entre las personas? Muy posiblemente nadie desee un efecto maligno de sus obras sobre los demás, pero ello no impide que, al buscar el efecto del bien para sí, tangencialmente se produzca un detrimento de bien para otros cuando se obra en el entorno social, sobre todo respecto a lo que se deduce del disfrute o propiedad sobre los bienes materiales, que por su condición finita poseen límite a su potencia gratificadora, de modo que si uno lo disfruta, ello impide que otro distinto lo posea; algo que no afecta a los bienes inmateriales, que permiten ser poseídos por todos sin merma, según la capacidad o interés de recepción de cada individuo. La repercusión del obrar personal sobre los demás está en la base de la ética social, pero en la medida que limita la satisfacción individual entra en conflicto con el instinto básico de procurarse el máximo de bienestar.
La norma de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado", coincide con la esencia de la práctica de la amistad, pues ella se condensa en la relación que busca procurar para el otro tanto bien como se desea para sí mismo. De modo que el humanismo, como corriente de pensamiento, se enraíza en la más primitiva naturaleza de la relación social, la que mueve a aprender y enseñar a vivir a las gentes y a los pueblos en amistad, cooperación y paz; sin discriminar a nadie por su condición social, sexo, religión, costumbres o cualquier otra barrera, buscando cada individuo ampliar el límite de aceptación de lo diverso, de modo que a nadie se le excluya por el prejuicio de la enemistad.
04.- Sociabilidad.
La causa principal de la sociabilidad humana está en que se nace en familia, la que debe atender sus necesidades durante años. Las demás formas de sociedad son posteriores, como la tribu nómada y la aldea, constituidas en sus inicios como parentela; más tarde se crearon otras comunidades de convivencia, constituidas por la agrupación de aldeas para favorecer la protección común.
La reproducción del ser humano dentro de la especie es una necesidad natural que responde tanto al instinto como a la libertad, el instinto conlleva la atracción sexual y por el conocimiento y la libertad se asume el deber inherente a la maternidad y paternidad. Como todo ser vivo muere, se precisa la reposición de individuos para el fin propio de la especie, pero ello, como causa natural se impone sobre las personas el efecto que las responsabiliza de la crianza y educación de los hijos.
Que la reproducción de todo ser vivo genere una colectividad, como se contempla en los bosques, las manadas y las ciudades, no excluye que entre cada especie las sociedades formadas reproduzcan las características intrínsecas de cada modo de ser, así hay formas de sociedades tan simples como la colateralidad, en la que muchas colonias vegetales y animales subsisten, otras marcan en común territorios de dominio para sus necesidades de nutrición, como las manadas de depredadores, y otras, como las agrupaciones humanas atienden no sólo a la seguridad mutua, sino también a la conservación del saber intelectual desarrollado. En todas ellas la característica general es la relación que une a sus elementos singulares, pues toda sociedad es un conjunto de entes particulares con mayor o menos consciencia de colectividad.
Respecto a las características propias de la sociedad humana, han trabajado disciplinas científicas y especulativas, como la Antropología, la Sociología y la Filosofía social. Al humanismo le afectan todas ellas: para saber como el sujeto de la sociedad evolucionó con su constitución; cómo ha sido el desarrollo de las relaciones humanas en el pasado y lo que enseñan respecto al presente y futuro; pero también le interesa, de un modo muy particular, la especulación de la Filosofía social respecto a la manera en que las relaciones sociales afectan a la perfección del ser humano en su vertiente social:
"La esencia misma de la filosofía social la constituye el concepto de relación, en cuanto la sociedad no es sino un conjunto de relaciones libremente constituidas entre los hombres desde su remota antigüedad. Por tanto, la filosofía social se centra en el estudio del hombre en cuanto ser libre y relacionable, pues su esencial sociabilidad no puede sino proceder de la creatividad consustancial a su naturaleza. Sólo desde su libertad se entiende la sociedad como una determinación de su propia voluntad, y por ello es responsabilidad colectiva del grupo que la constituye" (tomado de Wikipedia el 16 de marzo de 2023; artículo: Filosofía social).El análisis de la relación como elemento constituyente de la sociabilidad puede ser contemplado desde dos perspectivas distintas: La de la cantidad y la de la cualidad. Considerar más sociable a un individuo o una comunidad en cuanto mayor cantidad de relaciones mantiene exterioriza la tendencia extrovertida de una colectividad por intercambiar experiencias y novedades ampliando los límites de su admiración por lo diverso a sí. Una causa que favorece la cuantía de relaciones humanas está en la interconexión creciente que facilitan los modernos medios de comunicación: el teléfono móvil, internet y las redes sociales han favorecido en los últimos decenios aquello que presagiaba el filósofo español Ortega y Gasset, en la primera mitad del siglo pasado, en su "rebelión de las masas". Cada nueva generación crece en una dinámica de comunicación impensable para la anterior, como lo han puesto de manifiesto las "redes sociales" capaces de aglutinar el interés instantáneo de millones de personas en torno a ideas, eventos o sucesos acaecidos en las antípodas de donde se habita. Sociólogos y antropólogos se interesan profundamente por el qué y para qué de las nuevas tendencias masivas de relación; los pensadores y filósofos, en cambio, fijan su atención en la cualidad que cada una de esas relaciones humanas aporta a la ética de la persona, pues la condición de verdad del progreso humano atiende más a la calidad que a la cantidad.La cualidad ética de las relaciones sociales permite realizar una clasificación de las mismas en función de su adhesión al principio de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado". Se pueden clasificar en:
Toda relación de dominio supone un deterioro de la libertad para una de las partes intervinientes con respecto a la otra. El que una parte no acepte las condiciones tratadas si estuviera en la posición contraria manifiesta un abuso de poder. ¿No evidencia ello la negación explícita de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado"? Muy posiblemente se puede aducir que todas las partes que participan en esa relación son libres para ejercerla o no, pero ello no impide que un estado de necesidad induzca a aceptar criterios contrarios a la ética impuestos por quien posee poder para obrar de esa manera, sabedor de que su propia conciencia no aceptaría esas relaciones si ocupara la posición perjudicada. No se deben confundir las relaciones de dominio con aquellas en que es evidente la exigencia de esfuerzo personal para llevarlas a cabo, como las relaciones laborales, por ejemplo, siempre y cuando el trabajo exigido a una parte sea equilibrado respecto al beneficio que la otra parte obtiene. Cuando de una relación de negocio se obtiene un beneficio desproporcionado al esfuerzo invertido, se configura como una relación de dominio especulativa, tanto si el beneficio se obtiene de otros intervinientes directos como si proceden de un menoscabo del interés colectivo.
- Relaciones en justicia o intercambio de servicios: en las que cada parte sujeto de la relación mantendría el condicionante de la misma aunque permutara la posición relativa de las partes.
- Relaciones de dominio: si alguna de las partes implicadas en la relación no aceptaría la misma si permutara su posición relativa en la misma.
En las relaciones de efectiva permuta de servicios en justicia cabe una doble cualificación:
Ambas situaciones de esas dos formas de relaciones de justicia siguen una misma actitud solidaria, con la diferencia de que en la segunda una parte asume aportar más de lo que aparentemente recibe en la relación para enmendar un desajuste social.
- Las que se dan entre intervinientes que ponderan equilibrado lo que cada parte ofrece y recibe, incluso si la posición entre los actores permutara al contrario,
- Las que entrañan una desigualdad manifiesta entre lo que se da y se recibe, pero aceptada por ambas partes desde una perspectiva de subsanar la precariedad personal del más desfavorecido.
La sociabilidad, desde los orígenes de la humanidad, responde a la exigencia de la protección común frente a las adversidades que se ciernen sobre una comunidad constituida. La relación entre las partes actúa como medio para alcanzar un fin remunerador, no sólo para los actores de cada relación, sino también como efecto de ejemplo y cohesión para el conjunto de la colectividad, de modo que el equilibrio entre la libertad y la justicia en las relaciones particulares sea el que configure el ámbito de convivencia responsable resultante del "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado".
05.- Cultura.
Por su etimología, cultura viene a significar el cultivo, el cuidado, de lo beneficioso para la humanidad. Fundamentalmente se considera su trascendencia diacrónica, o sea el interés porque el incremento que cada generación aporta se transfiera a las posteriores, sin menospreciar la difusión sincrónica, según la cual el progreso intelectual en una colectividad se exporta a cualquier otra.
La cultura está relacionada con la sociabilidad de los pueblos, así se constata, a lo largo de la historia, que aquellas comunidades que aglutinaron más población y que más se relacionaron con otras son las que más desarrollaron su influencia cultural. El asentamiento de la humanidad sobre territorios fértiles, para su sustento principal mediante la agricultura, facilitó la vida cultural frente a las comunidades nómadas. En todas ellas el progreso esencial para la cultura vino de la fijación gráfica del lenguaje hablado mediante signos, primero figurativos y luego asignando, en los alfabetos respectivos, formas gráficas abstractas a la fonética del propio idioma. La posibilidad de reproducir en documentos gráficos los contenidos de las relaciones humanas permitió fijar en lexemas los conceptos, con las subsiguientes derivaciones, oposiciones, presentadores y enlazadores entre proposiciones; constituida la gramática de una lengua permitió compendiar en rollos o libros el saber de cada pueblo, así como editar códigos que recogieran los derechos y obligaciones en el trato mutuo entre ciudadanos.
Paralelamente a la creación de las lenguas, la creatividad humana hubo de fijar signos que permitieran operar las relaciones de cantidad de las cosas, en cuyos "números" está el origen del cálculo matemático, base de la cuantificación exacta precisa para el desarrollo de la ciencia. La capacidad de comunicación que entrañó la escritura y el cálculo favoreció la creación de centros de discusión social y científica, paralelamente a como se extendía el intercambio de experiencias sobre los progresos en la agricultura y la ganadería. Otra rama de cultura que floreció ya en la antigüedad fue la afición a las artes, cuyo lenguaje universal favoreció su expansión. De la meditación sobre la naturaleza y las capacidades humanas se siguieron las disciplinas humanísticas, con teorías filosóficas propuestas para dar respuesta a los porqués más recónditos de la existencia.
El interés por la sabiduría diferenció clases sociales entre quienes disfrutaban de posibilidades de acceso al incremento del saber y los que su cultura apenes progresaba de la distinción rutinaria precisa para sobrevivir. Consecuencia de ello fue la permisividad con la esclavitud de sociedades culturalmente avanzadas, incluso hasta hace escasos siglos.
Es de destacar cómo tras cientos de años de oscuridad medieval, guiada por la predestinación universal, el humanismo apostó a comienzos de la Edad Moderna por un renacimiento cultural fundamentado en la acción transformadora de la sociedad por el ser humano. El baluarte para la mudanza se fijó en la expansión cultural cualitativa y cuantitativamente, de modo que la difusión de la cultura potenciara a la persona para asumir su rol determinativo del destino de la sociedad. Desde la admiración por el legado de la Antigüedad, el humanismo procuró el acceso universal a la cultura, consciente de que en el dominio de las ciencias, la técnica y las letras se encontraba la clave de la regeneración universal de la naturaleza por la raza humana. Construir un mundo más culto supuso difundir al amor a la sabiduría sin miedo, sin prejuicios, sin descanso; legitimando a toda persona a aprender para luego enseñar, pues sólo desde esa perspectiva la cultura incita a asumir una dimensión ética de dignificar el principio de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado".
La humanización de la sociedad a través de la cultura no la hace más libre, pues la libertad es un derecho patrimonial del ser humano consecuencia de estar dotado de conciencia creativa, no imitativa, para el ejercicio de su obrar; pero la cultura coopera eficientemente sobre la responsabilidad personal en cuanto que, facilitando reconocerse como la causa de los efectos de cada una de sus actividades, le retribuye la conciencia de los beneficios y perjuicios causados, en la propia persona y sobre la afectación a los demás, al estar mejor informada la razón para evacuar los juicios intelectuales que mueven a la voluntad a actuar de una manera y no de otra.
La herencia cultural que cada persona ha recibido de sus antecesores hace que el acervo de saber acumulado sea la principal concausa a la creatividad del individuo, de modo que la repercusión del beneficio del efecto debe repercutir no sólo sobre el sujeto que obra, sino que, habiendo recibido de la humanidad precedente prácticamente toda la ilustración sobre su intuición creativa, corresponde repercutir la mayor parte del efecto científico, técnico o humanístico generado para beneficio de toda la humanidad. Esa es la concepción que el humanismo actual reclama a la sociedad, ya que es fácil de comprender que cualquier persona aislada intelectualmente de la realidad social en que se desarrolla posee apenas un infinitesimal de capacidad creativa. De ello el considerar que la mayor repercusión solidaria que el humanismo reclama sobre la creatividad cultural no se corresponde sino como consecuencia de una relación de justicia entre cada intelectual y el resto de la humanidad.
Los progresos evidentes en las ciencias puras, la medicina, la informática, las infraestructuras... deben repercutir en justicia sobre el colectivo universal, y no para el único beneficio del investigador, como algunas teorías utilitaristas defienden, las que ignoran la memoria colectiva de la humanidad que posibilita el desarrollo cultural, lo que no entra en contradicción con la remuneración práctica y moral que se deba reconocer socialmente al esfuerzo invertido en cada nueva aportación. Ese equilibrio entre el egoísmo personal y la generosidad solidaria a veces es malentendido, tanto por quienes consideran intrascendente la aportación creativa individual, desde la perspectiva de que otro habrá que la reinvente, como desde quienes atribuyen una posición de dominio que monopoliza el desarrollo paralelo sobre cualquier inventiva.
Existe una transferencia de cultura espontánea y otra reglada; una habitual y otra erudita; una local y otra universal. La difusión de la cultura es una tarea de obligado cumplimiento para la humanidad, pero cada persona tiene más o menos corresponsabilidad con la misma en función de su formación e inclusión social. Una forma habitual de esa transferencia es la misma vida, pues los propios actos muestran a los demás la materialización de los beneficios de la cultura, aunque a veces lo que exhiban sean rasgos de ignorancia; frente a esa forma de difusión que compete a todos, existen formas regladas en cada comunidad con el explícito objetivo de transmitir los contenidos culturales, como son las que atañen a los profesionales de la enseñanza en todos sus grados, a los investigadores científicos y técnicos, a los juristas, a los profesionales de los medios de comunicación, etc. En las responsabilidades que a cada individuo le atañen, sean familiares, profesionales o sociológicas, de las consecuencias de sus actos se deriva mayor o menor influencia cultural, siendo esa trascendencia mayor en cuanto quienes obran gocen de autoridad moral en razón de su cargo o prestigio, pues quien ha recibido por naturaleza facultades extraordinarias para cualquier ámbito de la creatividad posee mayor deber de ser eficiente. Los límites de influjo de la cultura son siempre incontrolados, siendo lo más lógico que la difusión sea progresiva de lo local a lo universal, ya que, lo que perfecciona a un ser, perfecciona a toda la humanidad; por ello el humanismo, como teoría ética, sólo alcanza notoriedad si trasforma realmente las actitudes vitales de quienes con él se sienten identificados.
06.- Predestinación y contingencia.
La teoría de la predestinación, por la que todos y cada uno de los acontecimientos ha de suceder en el tiempo y lugar debido, se ha sostenido como una creencia fundada en que un ser supremo creador del mundo dirige de modo necesario cada cosa a su fin. A ella se opone la teoría de la realidad contingente, por la que lo que ha sucedido, sucede y puede suceder podría no haber acaecido o no acaecer.
La predestinación en parte está fundamentada en el orden de la naturaleza, por la que los efectos siguen a las causas de modo necesario, pues lo que no se comporta así no queda bajo el arbitrio de una ley. En contra de la predestinación se manifiesta la libertad, pues si todo estuviera ya determinado no cabrían distintas formas de actuar, ni la creatividad, ni intuiciones distintas a la percepción sensible. Esta dualidad ha intentado ser justificada por la mayoría de los pensadores a lo largo de la historia, si bien compatibilizarla exige una flexión intelectual profunda sobre los límites entre lo determinante y lo determinado, pues todo efecto precisa una causa, y si ésta a su vez no es determinada habría que reconocerla como causa incausada.
Entender la predestinación de la naturaleza y a su vez el libre albedrío de determinados seres vivos exige diferenciar entre la determinación de la materia, incapaz de obrar de modo distinto a su forma de ser, de la potencia inmaterial capaz de conformar nuevas formas de ser. La disparidad está en la observación de la creación de lo inexistente con anterioridad, si bien en todo ello se observa que nada contiene algo distinto de lo que las leyes físicas precedentes admitiría. O sea, que la predestinación puede admitirse como lo determinante por ley en la naturaleza, admitiendo la posibilidad de una recreación intelectual a partir de la recomposición desde una nueva combinación de partículas preexistentes, las cuales son determinadas en cuanto a su modo de ser natural, y determinantes en cuanto a su nueva potencia de actuar.
Realmente el humanismo se interesa principalmente por la capacidad operativa en sí del ser humano en su vertiente creativa; o sea, como sujeto determinante sobre su rutina en lo determinado a obrar. Con frecuencia se discute acerca de la existencia de un ser supremo, última causa de todo lo creado y generador del orden natural, que induzca a reconocer la predestinación del universo, quien siendo causa externa al orden material, sin estar determinado por el tiempo y el espacio, rija el pasado y el futuro del universo según un modo de ser etéreo y eterno, en presente continuo. ¿Cabría pues responsabilidad para la humanidad? La certeza contra la predestinación global radica en la conciencia de libertad con que el ser humano obra, siguiendo sus intuiciones, o no, eligiendo entre variadas posibilidades de innovar y responsabilizándose respecto al bien y el mal de los efectos causados, lo que no se detecta en las restantes especies animadas. No obstante, también el intelecto humano ha sido capaz de discernir lo que en el mundo existe de determinado que invariablemente sigue las leyes físicas entre los variados elementos que entran en relación, condiciones permanentes que, sin embargo, no impiden la evolución sino que la propician como fin a alcanzar por la naturaleza.
La utilización de la predestinación en la conciencia colectiva como determinante coercitivo de la libertad y la responsabilidad, afirmando que todo lo que obra la mente del ser humano lo realiza siguiendo un patrón necesario, según el mismo imputa sobre su sensibilidad, no se corresponde únicamente con quienes la vinculan con la voluntad expresa de un ser supremo causa última del universo, sin que también teorías, como la del materialismo histórico, propugnadas desde praxis deterministas exigen que el efecto de la evolución material se corresponde con un proceso ineludible, en el que la operativa de la humanidad, más pronto o más tarde, no puede sino conducir a tal fin.
Contra la implicación determinista del materialismo, valga como ejemplo la contestación al mismo del filósofo Jean-Paul Sartre en 1945:
"Todo materialismo tiene por efecto tratar a todos los hombres, incluido uno mismo, como objetos, es decir, como un conjunto de reacciones determinadas, que en nada se distingue del conjunto de cualidades y fenómenos que constituyen una mesa o una silla o una piedra. Nosotros queremos constituir precisamente el reino humano como un conjunto de valores distintos del reino material. Pero la subjetividad que alcanzamos a título de verdad no es una subjetividad rigurosamente individual porque hemos demostrado que en el cogito uno no se descubría solamente a sí mismo, sino también a los otros". (Tomado el 6 de marzo de 2023, de www.angelfire.com/la2/pnascimento/ensayos.html ).La contingencia de otro pasado posible, tan abierto como el devenir, está presente por experiencia en la conciencia humana como consecuencia real de su libre albedrío; pues si en un determinado tiempo y espacio el ser humano puede elegir obrar de un modo concreto, o al contrario, o abstenerse de hacer algo, cada persona lo ha podido realizar de continuo a lo largo de toda su vida, por lo que la realidad conocida, en lo que afecta a los límites de la intervención humana, hay que admitirla como una entre otras múltiples posibles, lo que en nada merma la responsabilidad de los efectos causados por quienes libremente actuaron y actúan como sujetos activos. La linealidad del tiempo y el espacio imposibilita cambiar la historia, pero no impide especular que la misma podría haber acontecido de manera diferente.En la predestinación admitida para el orden material hay que interpretar las exigencias de la ley natural y la moral pública, pues las mismas marcan los límites de la creatividad particular que no perjudica el derecho del resto de la sociedad a disfrutar del mundo tal como en el mismo ha sido concebida. La acción humana que degrada el planeta muy posiblemente perjudique más a las futuras generaciones que a la contemporánea, razón por lo que su efecto es tolerado en función de los intereses de los actores, aunque es ineludible la responsabilidad sobre los efectos futuros. En estas consecuencias es donde la moral invoca a la conciencia a aplicarse en la perfección de la justicia.
Para el humanismo, la contingencia enmarca el ámbito de libertad para alcanzar el progreso de la sociedad. De aplicar la ciencia analítica a la realidad material se sigue la posibilidad de intuir nuevas aplicaciones para los elementos materiales, obteniendo nuevos modos de servirse el ser humano de la naturaleza para satisfacer necesidades, facilitar el trabajo y sosegarse en el ocio. Como se vive en sociedad, lograr casar los derechos y deberes de los ciudadanos es el objetivo de las leyes civiles, reconociéndose como "ética" la actitud que logra de por sí el bien individual y plural, dado que una gran parte de las relaciones humanas no están discriminadas en su legitimidad por la ley, sino por la costumbre que garantiza el bien común. No obstante, existe en el ser humano pasión por imponer el criterio de su conveniencia en lo contingente de la existencia, marginando el diálogo que antepone el convencer al vencer, de modo que se formalizan relaciones de dominio que perturban la paz social. Aplicar la ética al bien común exige reflexión personal sobre el beneficio o perjuicio que se deriva para los demás en una relación, pues la satisfacción personal prácticamente se deriva como reflejo del sentimiento, de modo que no puede darse por supuesto que lo que agrada a uno mismo también repercute en positivo sobre los restantes intervinientes en cada relación.
Predestinación y contingencia parecen principios imposibles de acoplar, si no es desde la perspectiva de que la predestinación lleva implícita la cooperación libre de los seres inteligentes para alcanzar el fin debido, pues su misma conciencia participa en la posibilidad definitoria de un futuro abierto a su responsabilidad, como esenciales sujetos activos y pasivos informados por la moral y la ética de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado".
07.- Responsabilidad.
La experiencia mental de intervenir el ser humano de modo decisorio en su porvenir no sólo muestra su libertad, sino que también le implica en la responsabilidad de sus actos, tanto respecto a sí mismo, como también con todo lo demás sobre lo que repercute cualquier efecto de sus acciones. Respecto a sí mismo, mediante el argüir de las consecuencias de sus actos en cuanto se han ajustado a los objetivos proyectados, generando satisfacción o desagrado interior; respecto a sus efectos sobre lo demás, en función de la sensibilidad personal por el interés ajeno y la réplica que pueda obtener como respuesta.
La sensibilidad del humanismo por la responsabilidad ha ido creciendo paralela a la reivindicación de la participación ciudadana en la organización de la sociedad. Mientras esta estuvo estructurada en jerarquías de poder decisorio, bajo cualquier forma de autoritarismo, desde la potestad patriarcal a las monarquías y los imperios, muchas personas vivieron en un rol de libertad mermado, reducidas sus responsabilidades al ámbito familiar y vecinal. En cuánto la concienciación ciudadana ha logrado alcanzar metas de participación en un número mayor de estructuras sociales, así ha crecido su responsabilidad respecto a los efectos de las decisiones globales en que participa.
Considerar que el progreso humanístico ha garantizado nuevos derechos sociales no es objetivo sin recapacitar que ello conlleva la repercusión de nuevos deberes, libremente establecidos y asumidos, cuya efectividad es la que posibilita la dotación necesaria para satisfacer los derechos. Desde la estructuración de la sociedad en un sistema de especialización por la división del trabajo, se ha multiplicado la implicación de cada persona en relaciones de producción y comercio que benefician a la sociedad más porque cada parte cumpla sus deberes que por la exigencia de los derechos, ya que el deber supone no sólo la productividad laboral, sino también la honestidad en la concertación comercial de tratar en un marco de relaciones de justicia todas las acciones de las partes implicadas.
El deber lo examina la conciencia como la intención generativa de una operativa causal cuyo efecto debe cumplir el doble cometido de repercutir sobre la satisfacción personal y el efectivo beneficio social. Si, como sujeto, cada persona obra con libertad, es responsable de los efectos que de sus actos se derivan, tanto desde la perspectiva moral, que retribuye su honor, como desde la perspectiva ética que retribuye su honra ante los convivientes que valoran el beneficio derivado para ellos. En la medida que la mayoría de una vecindad cumple particularmente sus deberes, el beneficio repercutido para la colectividad es patente y garantía de progreso. Por el contrario, cuando se extiende la deliberada irresponsabilidad que escatima el esfuerzo en el cumplimiento del deber, como muestra de debilidad humana, los negativos efectos ramplones de beneficio repercuten en el anquilosamiento social que perturba el progreso en el bien común. Esa diferente implicación respecto al cumplimiento del deber es uno de los factores determinantes de la diversidad de distribución de la riqueza en el seno de cada comunidad y entre pueblos distintos.
Una gran parte del fracaso de las doctrinas sociales que propugnan un igualitarismo en la disposición de los bienes de la naturaleza es consecuencia de ignorar cómo el cumplimiento del deber diferencia, en los consecuentes beneficios, entre quienes lo realizan con mayor o menor dedicación y esfuerzo; es lógico que de la productividad de la inversión, sea en medios materiales como en recursos humanos, cada persona reciba el efecto, materializado en riqueza, derivado de su participación en la causa. La buena administración de esa riqueza supone un legítimo lucro.
Además del deber, el humanismo pone énfasis en el respeto entre las personas como contenido ético de cada relación. Una gran parte del esfuerzo por el progreso social del humanismo se ha visto reflejado en la consideración universal de derechos para toda persona, independientemente de su etnia, nacionalidad, edad, sexo, religión, ideología, cultura, poder económico, etc. Todo nacido forma parte integrante de la comunidad humana, y por ello debe ser respetado como tal, porque nadie es posesión o súbdito de otro, como el Antiguo Régimen admitía. No obstante la trascendencia de este reconocimiento en el derecho, lo importante es que ese respeto sea efectivo en cada relación humana, lo que depende de la conciencia personal de quienes se tratan individual o colectivamente. Muy posiblemente el respeto se implanta en la conciencia individual de modo paralelo a la consideración del otro como amigo, extraño o enemigo: Para el amigo se mantiene una disposición positiva de entendimiento, para el extraño de comprensión y para el enemigo de desconfianza; esa predisposición o prejuicio perturba la convivencia si cada persona no recapacita sobre el deber de la tolerancia mutua en las formas de pensar, pues en las formas de vida existe más coincidencia que las que los prejuicios establecen en las mentes.
Ampliar la perspectiva de amistad a toda la humanidad puede ser considerada una utopía, tanto como la superación de las fronteras, la paz y la justicia universal o la desaparición de la marginalidad para los menos favorecidos. Sin embargo, el propósito firme del humanismo, por instar a tratar a cualquier otro como se hace con el amigo, forma parte de la responsabilidad mundial por humanizar las relaciones sociales, efecto directo de la implicación multidisciplinar de todas las instituciones por dicha causa.
Desde siempre, la solidaridad humana en la ayuda mutua se ha asentado en la responsabilidad ética de cada individuo respecto a las posibilidades materiales e intelectuales para interesarse por el infortunio ajeno, especialmente respecto a los dictados que la amistad establece para perfeccionar en el otro las deficiencias materiales o anímicas capaces de ser observadas entre las personas que se aprecian. Esa solidaridad ha promovido en la historia muchos compromisos institucionales para corregir las deficiencias que el poder, ocupado en sus cuitas, no atendía de los ciudadanos; una actualización de ello en el mundo global son las ONG que anhelan implicar la responsabilidad particular colaborando en soporte de la acción del voluntariado comprometido en atender las precarias situaciones de vida existentes en cualquier región del planeta.
La responsabilidad incita al compromiso en los deberes propios y los derechos ajenos como signo inherente de humanidad, a pesar de la apreciación de que el colectivo social tras dar un paso adelante a continuación retrocede dos en la efectividad de sus propósitos, en su transición de la teoría a la práctica, en el real progreso de la cohesión social. La consagración del Estado como efectivo protector de la población nacional ha integrado en el sistema político la promulgación de los deberes y derechos ciudadanos en leyes de obligado cumplimiento, que certifican la objetiva necesidad para la convivencia de aquellos deberes que no pueden obviarse, especialmente en lo que afecta al derecho ajeno. Evidentemente la ley no reemplaza a la conciencia, norma próxima de moralidad, sino que la instruye en los límites en que el interés personal no debe perjudicar al bien común, antes bien, suscita en la forma de contribuir a dicho bien común. No obstante, es obvio que sólo una pequeña proporción de las relaciones humanas caen bajo la tutela de la ley, ya que la iniciativa humana siempre irá muy por delante de la toma en consideración de las instituciones públicas, por muy sanas y democráticas que estas sean, de modo que la validez del fundamento ético de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado" no pierde su valor clave de la responsabilidad personal en la trato social.
08.- Relaciones en justicia.
Que las relaciones humanas puedan clasificarse como en justicia dependen de que las partes consideren que lo que se concierta representa una transacción de servicios en la que nadie resulta perjudicado. Que todos ganen y nadie pierda parece, a primera vista, una ecuación imposible, pero en la base de su posibilidad está la previa intuición social de que por el reparto de tareas que supone la especialización profesional se consigue una productividad que a todos beneficia, si se supera la tendencia a acaparar que caracteriza el egoísmo personal. Por ello, el que la justicia radique en la objetividad del juicio que calibra el equilibrio de las transacciones evita la mayor parte de las controversias. Cuando falta esa objetividad en la mente, se impone el ansia de beneficio desmedido por una parte de la relación, equivalente al perjuicio a padecer la parte contraria. Esas relaciones con detrimento de justicia originan gran parte de la conflictividad social.
El Estado, que tiene como fin la protección íntegra de la ciudadanía, establece leyes rectoras de los comportamientos sociales, pero su mediación para la justicia sería vana sin la capacidad de utilizar medios coercitivos que obliguen al pueblo a relacionarse de modo honorable; por lo que el sistema político, desde antaño, ideó una institución de mediación para corregir las desavenencias entre ciudadanos y sostener la paz social: el Poder Judicial.
Tras la promulgación del imperio de la ley y la configuración de un sistema de administración de justicia, parecía resuelta la superación de la injusticia en la sociedad, pero ello fue más sobre el papel que en la realidad, en cuanto el autoritarismo del poder político, exclusivo de las clases dominantes, impuso el control de la designación de los jueces como salvaguardia de los intereses propios en la interpretación de las leyes por ellos conferidas; de este modo resultó que la justicia sentenció con cierta objetividad las discrepancias entre iguales del pueblo, pero prevaricó favoreciendo los intereses de domino del poder sobre las reivindicaciones populares. Hubieron de llegar las revoluciones contra el abuso de la tiranía, el autoritarismo y los caciques para concebir una justicia universal e independiente que satisficiera por igual los derechos y deberes de todos los ciudadanos.
La independencia de la justicia comienza en la conciencia del juez, pues, como toda persona, está sometido a interpretar los conflictos sociales desde su propia ideología, lo que favorece, aún hoy, la tolerancia en las relaciones de dominio heredadas como forma lógica del sistema social. Todo juez está obligado a discernir de su deber profesional el cómo entendería más propicio el modo de obrar de sus conciudadanos respecto a lo que las leyes han ajustado como infracción o delito, pues a su poder no incumbe al ámbito de la definición de la convivencia, que recae en la política, más allá de la protección de los derechos conculcados y la condena de los delincuentes. Del mismo modo que la institución judicial reclama independencia para juzgar, debe respetar la misma la separación de poderes del orden democrático.
La concepción de la acción de la justicia como venganza contra el delincuente por parte de la sociedad no ha sido bien conceptuada por el humanismo, sino que ha priorizado en la acción judicial la restauración del derecho conculcado a la víctima inocente del abuso o violencia por parte de un delincuente. Sólo secundariamente corresponde a la justicia valorar la sanción correctiva que impone, de acuerdo a las leyes, al culpable de un delito, siempre dirigida a su reinserción social y a la protección de la sociedad frente a la reincidencia delictiva. Para que la reinserción social del delincuente sea posible se precisa de un tiempo de tratamiento que, en casos graves, debe transcurrir en prisión, tanto para hacerle razonar sobre la ruptura social que supone el delito cometido, como para prevenir su reincidencia, es especial en lo que pudiera afectar a las víctimas de su comportamiento anterior. Ese tiempo necesario se debería contabilizar más en función de la efectiva enmienda que en una estándar valoración, pues, en cuanto la reinserción afecta a la psicología personal, sólo a posteriori se puede reconocer como lograda; nadie debería poder abandonar la prisión sin la convicción de los jueces de su recuperación. Durante el periodo en que se está recluido se debe poder acceder a una actividad laboral, por configuración de hábitos válidos, para soportar gastos y, si procede, así indemnizar a quien se hubiera perjudicado, pues el derecho a ser resarcido en los daños padecidos no debería retenerse por el hecho de que el delincuente cumpla pena en prisión.
El empeño del sistema penitenciario del Estado con aplicar un trato digno a los reclusos nace en la consideración de que la reclusión reduce la libertad de acción, pero no neutraliza todos los demás derechos humanos fundamentales, que deben ser protegidos de modo conveniente por la autoridad. No es ajeno en todo a esta responsabilidad el sistema social en el que se ha desarrollado la delincuencia, pues en muchos casos el déficit de educación, un entorno familiar desestructurado, una marginación avenida y cualquier otro factor pueden haber influído en la gestación del delito; por tanto, si en algo se puede reconocer un influjo del sistema social en la causa del delito, consecuentemente recae sobre el mismo parte de culpabilidad posible de los efectos, lo que justifica la inversión del Estado en la recuperación humana de los infractores para el ejercicio de la ciudadanía.
Sobre las relaciones en justicia pervive la sombra del Antiguo Régimen, que no ha logrado disipar la democracia, ya que las formas de autoritarismo y despotismo de antaño han mutado pasando de los nominales reconocimiento del poder a formas de sostener el mismo a través de instituciones opacas diluidas en la maraña mercantil de la habitación anónima en paraísos fiscales. Una buena muestra de ello se encuentra desde en los sistemas políticos que confieren un sistema representativo restrictivo a favor de los grupos mayoritarias, hasta los que aún conservan las prebendas del Antiguo Régimen para determinadas instituciones tradicionalistas; ello no sería demasiado negativo si fuera medio de una transición paulatina hacia la democratización, pero lo realmente peligroso es cuando manifiesta una involución hacia la preeminencia de las relaciones de dominio en la estructura profunda de la sociedad.
Es conveniente acotar que la actividad de la justicia de cada Estado, e incluso la internacional, se limita a la ley social, aquella que regula relaciones de convivencia ciudadana; la ley moral, en cambio, sólo puede ser juzgada por quien pudiera conocer los intríngulis de la inaccesible conciencia ajena; lo que no implica que conceptos morales también sean regulados por el ordenamiento social, pero, mientras que la ley moral afecta a la bondad o maldad de cada acto, la acción de la justicia se limita a la vulneración de un deber propio o derecho ajeno según haya sido promulgado públicamente en una ley. Si la ley social regula contenidos propios de la libertad de conciencia que no afectan a la convivencia ciudadana ni al bien común, sino a criterios susceptibles de libre opinión, como los de información, protocolo, artísticos, idealistas, religiosos... debe considerar el peligro de, al cercenar esas libertades, configurarse como un régimen social totalitario.
Uno de los grandes problemas de la justicia es la de juzgarse a sí misma, pues así como la conciencia humana es muy tolerante respecto a su habitual forma de actuar, las instituciones también asumen como conveniente continuar las rutinas establecidas, ya que aceptar lo admitido supone menos riesgo de error que innovar; de ahí que la justicia sea un baluarte para quienes se oponen a los cambios sociales, especialmente en lo que afecta al impulso humanista por favorecer una mayor participación del pueblo en el gobierno de las naciones para lograr más respeto e igualdad entre los ciudadanos, una más justa distribución de la riqueza y una efectiva protección social ante el infortunio personal.
09.- Igualdad de oportunidades.
Frente a otras teorías políticas que propugnan el igualitarismo radical, el humanismo considera como inicio del revulsivo de la solidaridad la verificable estructura del sistema político que procure la igualdad de oportunidades para que toda persona pueda desarrollar su competente humanidad.
El punto de partida se encuentra en considerar el desarrollo personal como un derecho, que debe ser protegido: en primer lugar por la familia; en segundo, por la sociedad civil; en tercer, por el Estado; correspondiendo a cada uno de ellos subsanar lo que no pueda ser atendido por el anterior. Esa labor subsidiaria debe realizar el efectivo cumplimiento de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado", sin dejar a nadie discriminado de su legítimo derecho a desplegar todas sus capacidades para bien propio y de los demás.
Toda familia debe tratar a los hijos como de mayor estos reconozcan que les hubiera gustado ser educados. Un factor que suele ser determinante es el de tratar igualitariamente a los hijos que cada familia tenga, sin discriminaciones de sexo o de primogenitura, o de que hayan sido concebidos con mayor o menor deseo o voluntad. La igualdad entre los hermanos supone equiparación en atender sus necesidades propias, tomando en consideración que cada uno de ellos posee una personalidad peculiar que se manifiesta en un carácter propio que genera diversidad de aptitudes que exigen recibir de los padres un trato apropiado a su condición y edad.
La vecindad y el entorno social en general deben procurar una igualdad de respeto hacia todas las familias, con independencia de su origen y posición social. Cualquier discriminación repercute tanto en padres como hijos, muy especialmente cuando los prejuicios o la difamación se extienden más rápido que la posibilidad de conocer realmente el talante humano de quienes acceden al vecindario. Nadie debe considerarse más que los otros sino por su disposición de servicio y solidaridad, considerando cómo los que aceden con posterioridad a una comunidad se sentirán integrados en la misma en función de la acogida recibida.
Para el Estado no cabe discriminación entre sus ciudadanos sino en superar las desigualdades en acceso al ejercicio de los derechos. El objetivo de las políticas humanísticas es favorecer a todos la oportunidad de ser todo en la sociedad. Que nadie quede atrás en sus posibilidades por carencia de medios respecto a los demás. Cuanta más cohesión logre un Estado en la economía y forma de vida real de sus ciudadanos, más natural se admitirá la igualdad de oportunidades; cuanto más persista una mentalidad clasista previa, más resistencia opondrán las capas más favorecidas a la igualdad de oportunidades, pues al considerar al Estado como cosa suya, su democratización supone de hecho un detrimento de poder. El empeño en que cada ciudadano desde su nacimiento goce de la protección social para superar las barreras que le pudieran dificultar su integración en la sociedad no evita que, dependiendo del modo de aceptación de esos recursos, el cumplimiento de los deberes sea el que realmente marque el límite de su prosperidad; no obstante debe quedar mucho por mejorar en esa protección cuando los sociólogos indican que los hijos de los nacidos en los distritos más ricos son los que más fácilmente alcanzan sus metas, favorecidos tanto por un entorno cultural familiar, como por el favoritismo cruzado de la clase dominante.
Una importante inversión ecnonómica para mejorar la igualdad de oportunidades debe dirigirse a la etapa pre-escolar y las enseñanzas regladas, al menos hasta la graduación en secundaria, que debe ser universal y gratuita para todos los niños y jóvenes, porque supone la difusión generalizada de unos mismos contenidos de sabiduría, los que modularán la mente, además de las experiencias personales, según el aprovechamiento particular por el esfuerzo y la dedicación al aprendizaje. Sabido es que, según la ideología de cada nación, la aportación de recursos públicos para garantizar la igualdad de oportunidades no siempre es la suficiente para alcanzar ese justo fin, incluso aquellos países más aferrados a las tradiciones priorizan las estructuras de enseñanza elitistas sobre las humanistas que preconizan una sociedad más homogénea.
Parte importante de la igualdad de oportunidades para los hijos de las familias más desfavorecidas está en las medidas de conciliación familiar que permitan una atención adecuada por parte de sus progenitores, de quienes no basta la buena voluntad si sus obligaciones laborales restringen su deber en el seguimiento de la educación de los hijos.
Otro aspecto de la política de igualdad de oportunidades se dirige a que todos los ciudadanos puedan hacer realidad sus proyectos profesionales, siempre y cuando los mismos respondan a la capacidad demostrada en los estudios previos para abordarlos. La graduación profesional y universitaria es uno de los grandes activos de un país, y su implementación debe figurar como una de las preferencias de desarrollo, facilitando mediante becas y créditos que ninguna persona con capacidad y dedicación quede retrasada por falta de apoyos económicos respecto al destino que pudiera haber alcanzado.
La democratización que el humanismo exige debe respetar que: Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país (Declaración Universal de los Derechos Humanos, art.21-2 ). Con frecuencia la estructura de poder de las naciones tienden a favorecer en el acceso al funcionariado --médicos, profesores, policías, jueces, bomberos, soldados, etc-- a aquellas personas que son apadrinadas por correligionarios políticos o por prebendas del poder fáctico, de modo que las relaciones entre autoridades públicas y ciudadanos se convierten en relaciones de dominio, cuando debieran conferirse como relaciones de prestación de servicios a las que tienen derecho por igual todos los ciudadanos que demuestren la aptitud requerida para ese cometido. En muchas ocasiones los políticos ignoran el compromiso de su nación, respecto al aval dado a la ONU de respeto de este derecho, mediante la designación a capricho de "personal de confianza" como asistentes de los políticos en puestos que deberían ser ocupados por profesionales de la función pública; constituyendo una vía de corrupción extendida para la práctica endogámica y de cruce de favores entre lobbys y poder legal.
En el marco de la contratación privada, corresponde a los propietarios y directivos la selección del personal que precisen para su atención o el de sus empresas; aunque, respetando ese marco de libertad, el humanismo promueve no dejarse vencer por prejuicios discriminatorios que esas personas no justificarían si fueran las que optaran a ser contratadas.
10.- Del beneficio particular.
En el origen de la humanidad, cada persona o familia alcanzaba con su trabajo particular lo necesario para el sustento: recogía frutos, cazaba, construía chozas o adecentaba cuevas, portaba agua, se guarecía con pieles, etc. Fruto de ese esfuerzo invertido desarrolló el concepto de propiedad sobre los elementos recogidos o manipulados. Semejante a ese concepto de dominio otras especies de animales establecían coto territorial para cazar, defender sus nidos y guaridas, pugnar por copular... o sea, defendían sus intereses como lo hacía el ser humano, concepto de posesión que perdura hasta nuestros días.
El hecho de convivir en comunidad no ha diluido el criterio de propiedad, sino sólo lo ha modificado apareciendo la tenencia compartida de bienes, materiales o incorpóreos, de los que varias o muchas personas disfrutan, así, por ejemplo, las ciudades, con sus calles, parques, medios de transporte... pertenecen a todos los vecinos con igual derecho al tránsito y disfrute de sus beneficios.
El término "beneficio particular" suele aplicarse a los objetos materiales que son propiedad de una persona o, por extensión, de una familia, resultado de su elaboración o adquisición en el mercado de inmuebles o mercancías, para su consumo o uso como objetos que reportan utilidad y satisfacción. Que exista el mercado es consecuencia de la especialización profesional, por la que cada persona produce bienes y ofrece servicios para permutar con los demás, según la necesidad individual.
Los bienes particulares pueden haberse alcanzado por distintos medios:
Toda actividad laboral está dirigida a generar bienes no existentes sin esa intervención. Unas veces la persona trabaja individualmente; otras en una unidad familiar; también se puede trabajar en régimen cooperativo; las más, asociándose varias personas en compañías mercantiles. Sea cual sea la forma laboral reúne la condición de causa del efecto de producción de bienes sobre los cuales se ha creado un vínculo de propiedad; cuando se trabaja individualmente los beneficios de esa labor repercuten enteros sobre el productor; cuando se realiza en grupo, sea una cooperativa o una empresa, el beneficio debe repercutirse proporcionalmente al trabajo invertido por cada productor, incluyendo en los mismos también a quienes cooperan con la aportación del capital necesario para sufragar las inversiones imprescindibles de medios para hacer posible el proceso de producción. Independientemente del justo reparto de los beneficios entre todos quienes han intervenido como causa, emprendedores, inversores, directivos, gerentes, proyectistas, administrativos, obreros... poseen en común que la parte recibida de los beneficios es tan licita como en cuánto cada uno ha aportado a su consecución.
- Lícitos:
- Fruto de la actividad laboral.
- Adquiridos en relaciones comerciales.
- Heredados.
- Avenidos por fortuna.
- Ilícitos
- Consecuencia de la especulación.
- Robados.
El intercambio de bienes entre lo que cada persona percibe en consecuencia de su trabajo y lo que precisa para su bienestar se realiza mediante relaciones comerciales, con la ayuda de la valoración de los productos a ceder o comprar mediante la moneda --desechada prácticamente la permuta--, cuya licitud está vinculada a que cada intercambio se ajuste a una relación en la que cada parte estaría conforme si estuviera en la posición contraria. Hay que tomar en consideración que el sujeto del comercio, con frecuencia en función de intermediario, es siempre una persona o sociedad mercantil con derecho o obtener un beneficio por la repercusión de los medios personales y materiales invertidos en hacer posible la transacción, repercutiendo cuando proceda la valoración de la degradación que pudieran sufrir los productos en la logística de la distribución.
Todos los productores y los intermediarios son también consumidores, por lo que están al tanto de la evolución de los precios de mercado, lo que les indica en cuánto los beneficios deseados repercuten sobre la carestía de vida. Cuando esta no se autorregula para conseguir una cohesión social generada por el equilibrio entre las remuneraciones a los empleados y las beneficios de los patronos, el Estado tiene que intervenir para defender los derechos y deberes de los ciudadanos, porque el incremento de los precios de venta por la ambición de beneficios, que favorecen el abismo entre pobres y ricos, cuanto más crece más contradice la ética humanista de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado", que delimita los actos lícitos de los reprobables.
El ahorro personal y familiar del trabajo o comercio se concreta en bienes materiales, mobiliarios e inmobiliarios, que al fallecimiento de sus propietarios se transfiere a los legítimos herederos. Normalmente el patrimonio se reparte entre los descendientes, si los hay, en todo o en parte, pues algunas personas legan parte de sus bienes en testamento a instituciones culturales, benéficas o religiosas a fin de realizar intuiciones solidarias no satisfechas en vida. Cuando la integridad de los bienes se transmiten de padres a hijos, el patrimonio se mantiene incólume, aunque repartido entre la familia, salvo en lo que el Estado con frecuencia considera que debe repercutir, a través de un impuesto, para que parte de ese capital favorezca a través de su destino social a financiar en parte el derecho a la igualdad de oportunidades entre los que no reciben herencia y quienes sí. Salvada la voluntad del testador, por el reparto cierto de acuerdo a su voluntad, y liquidados los impuestos legales, las herencias recibidas incrementan lícitamente el patrimonio de la persona, pero también su responsabilidad sobre el buen uso del capital.
Una forma de enriquecerse, alejada del esfuerzo personal o el de sus progenitores, ha sido la ideada en el entorno social para satisfacer el riesgo del ingenio mediante juegos que permiten a unos ganar lo que otros pierden. Profesionalizar el juego, que en sí no crea riqueza, sino que la transfiere según el azar o la astucia, actividad acreditada históricamente desde la antigüedad, legaliza las repercusiones de las transferencias de valor, pero no legitima su estructura profunda si para que unos se enriquezcan es imprescindible que otros incrementen su miseria, por ello sólo el juego puede considerarse lícito cuando evita poner en riesgo el bienestar personal o familiar, originado en muchos casos por un hábito incontrolable reconocido como ludopatía. No obstante, la afición controlada al juego con los bienes superfluos está notablemente extendida, sobre todo las loterías que con poca inversión permiten enriquecerse, aunque en posibilidades porcentuales escasas, porque de la inversión en el juego han de sufragarse los gastos íntegros de su gestión más las tasas impositivas con las que la sociedad lo tolera imponiendo una cierta repercusión en beneficio social. Como en el caso de las herencias, ese incremento repentino del patrimonio puede ser lícito, pero ello repercute sobre la responsabilidad de invertirlo de modo cabal.
La especulación es una forma, tolerada por la ley, de enriquecimiento ilícito que constituye uno de los mayores escándalos de la sociedad neoliberal. Su ilicitud nace de que todo el beneficio económico que se adquiere especulando se les detrae a los que lo producen trabajando, pues como la riqueza del mundo solo se incrementa mediante la productividad laboral, los que se enriquecen sin bregar están tomando de lo que otros producen con su esfuerzo. La especulación se asemeja a la usura en que se realiza sobre un modo de relación aparentemente legítima, pero que siempre se construye: bien sobre un estado de necesidad ajena o sobre un vacío legal de la administración de la justicia, que permiten incrementar las ganancias de modo desproporcionado al esfuerzo invertido. La víctima de la especulación casi siempre es la sociedad en su conjunto; los beneficiarios, una minoría sin escrúpulos que obtienen un rédito desproporcionado del mercantilismo social. Una característica de la especulación es que la conciencia del sujeto que la practica es quien mejor conoce la disparidad de sus ganancias respecto a la renta que ofrece el trabajo común de los demás ciudadanos, afán que con frecuencia le induce incluso a escamotear sus deberes con la hacienda pública, redoblando el perjuicio que hace a la sociedad. Una forma de especulación es la derivada del capitalismo, cuando, como en un juego, se utiliza la cotización anónima de las sociedades mercantiles para obtener beneficio mediante su comercialización en bolsa, en vez de atender al fin legítimo del capital como sostén de las inversiones productivas; en el capitalismo es lícita la rentabilidad derivada de los dividendos resultantes de los beneficios de la inversión, y la posibilidad de recuperar ágilmente la inversión, pero es ilícita la permanente utilización del mercado de capitales para lograr lucro inmediato y constante ajeno al fin productivo de cada inversión. Otra forma de especulación muy dañina para la sociedad es la de una revalorización del suelo que incida de modo muy perjudicial sobre el derecho de los ciudadanos a disponer de una vivienda.
La corrupción es el modo más universal de alcanzar una fortuna ilícita. Toda corrupción se sustenta en el uso ilegítimo de un poder, por lo que añade al delito de enriquecimiento ilícito el de escándalo social, en especial en las cultura democrática en que el poder se delega por los ciudadanos en sus autoridades. En los regímenes autoritarios la corrupción es esencial al mismo sistema, aunque también se procura esconderla para no soliviantar al pueblo. Un testimonio de la generalización de la corrupción hace veinte siglos, recogida en la Biblia cristiana, se encuentra en la predicación de Juan Bautista:
" Vinieron también publicanos a bautizarse y le decían: Maestro, ¿qué hemos de hacer? Y les contestaba: No exigir nada fuera de lo que está tasado. Le preguntaban también los soldados: Y nosotros, ¿qué hemos de hacer? Y les respondía: No hagáis extorsión a nadie ni denunciéis falsamente y contentaos con vuestra soldada" (BAC Sagrada biblia Nacar-Colunga, Lucas 3, 12-14).Toda corrupción lleva implícita la presunción de dominio sobre la sociedad, pues se gesta desde la capacidad de alcanzar beneficios personales trampeando el deber legítimo confiado a alguien para administrar una parcela en la función pública o en la política. Cuando la corrupción alcanza a un colectivo: sea un partido político, un consorcio mercantil, una entidad sindical, una institución religiosa, una corporación profesional, etc., se habla de mafia, al menos como la define la RAE en su 3ª acepción: "Grupo organizado que trata de defender sus intereses" (Diccionario de la lengua española, edición 2001). Sea el medio que sea para conseguir ese enriquecimiento ilícito, las más de las veces supone un cúmulo de delitos: defraudación, apropiación indebida, prevaricación, revelación de secretos, asociación ilícita... que, cuantos más reúna un caso, muestra su mayor complicidad y la impunidad para delinquir propiciada por la falta de transparencia de la gestión pública y profesional. Una figura que con frecuencia aparece en la trama corrupta es la del conseguidor, como aquel individuo que media para gestar una relación que pueda favorecer defraudar los derechos ajenos en una licitación pública. Toda intervención por información privilegiada que suponga una contratación pública fuera de los cauces reglamentados es tanto más ilícita en cuanto los participes más se lucren por el diferencial entre la valoración lógica del trabajo invertido y el beneficio obtenido; esta regla, aún en casos de excepcionalidad, trasparenta la esencia del fin de enriquecimiento ilícito de toda corrupción.
11.- Egocentrismo y solidaridad.
El egocentrismo representa la primera pasión de la naturaleza humana en el tiempo, ya que el inicio del desarrollo psíquico tras el nacimiento gira en torno a reconocerse a sí mismo como ser vivo, alentado en cuanto todas las atenciones externas giran sobre sí, no siendo hasta pasados años de crecimiento cuando comienza una mínima apreciación social, todo ello considerando cómo el ser humano, entre los mamíferos, es una de las especies que durante mayor tiempo precisa atención externa para sobrevivir.
Posiblemente el criterio de sociabilidad en la persona se configura como una realidad a partir del uso de razón, lo que guarda lógica porque muestra el desarrollo de la conciencia, donde radica la capacidad de comprender la trascendencia de la atención al trato mutuo que facilita la superación de las restrinciones de la soledad. La educación infantil influye tanto en las sensaciones que favorecen esa centralidad de su atención sobre sí mismo, como en la extensión de la misma sobre un entorno de contacto; no obstante, muy posiblemente hasta la adolescencia no puedan considerarse conformadas las tendencias del carácter hacia una mayor o menos querencia al egocentrismo o a la solidaridad.
Por naturaleza, cada individuo tiende a proveerse de todo aquello que facilita su supervivencia y desarrollo, y no menos cuanto satisface su gusto y placer, de modo que incluso el trato de amistad busca una recompensa emocional satisfactoria, lo que le predispone a estructurar sus relaciones desde una posición de dominio respecto al fin de la misma, o sea, que su beneficio prevalezca sobre cualquier otro fin. No obstante esa tendencia, la razón le enseña cómo, si en los demás también rige esa pretensión, un consenso mutuo es necesario para que todos se realicen con el fin común. Un vehículo para fortalecer ese criterio de pluralidad se encuentra en la amistad, cuando cada parte hace del interés del otro su propio interés. La extensión de esa criterio de amistad como fórmula de confraternización con cualquier otro ser humano es lo que se reconoce como solidaridad.
Como la solidaridad es un valor de razón y el egocentrismo una determinación natural, aun en las personalidades más generosas nunca desaparecerá la tendencia a priorizar cubrir las propias necesidades, e incluso los propios caprichos, en especial los habilitados por el propio carácter; de ahí el dicho: que la caridad bien entendida comienza por uno mismo. Con frecuencia, la negligencia personal respecto a la solidaridad no proviene del desprecio a los demás, sino de la incapacidad para apreciar las necesidades ajenas, que muchas veces conviven próximas a uno mismo, pues además de la carencia de medios materiales la indigencia también incumbe al déficit de cariño, a la soledad, a la marginación... cuya realidad contamina por igual a todas las clases sociales, aunque las más pudientes amortiguan esa situación con el consumo.
Dado que la tendencia natural de la mente no es la solidaridad, hay que construir personalmente el hábito a ella, cuyo itinerario comienza no sólo en ver, sino en acercarse a mirar la necesidad de ayuda que pueda tener cualquier otra persona con que se entra en relación. Quien no es solidario con el próximo, difícilmente lo será con quien esté distanciado, tanto física como emocionalmente, salvo casos excepcionales en los que la timidez de carácter coarta el trato con el vecino, que no impide la solidaridad más anónima practicada con quien se encuentra distante. Aun en las personas que han cultivado el hábito de la solidaridad, cada acto de cooperación con otro evidencia la controversia entre la generosidad y el egocentrismo que reclama para sí lo suyo, ya que el apego a complacerse no se vence ni con la retribución de la conciencia por la solidaridad practicada; cuánto más cuesta si no se ha interiorizado la razón del deber de preocuparse, al menos, por los demás tanto como uno quisiera ser asistido en caso de precariedad; pero la gratificación que pueda allegar al sentimiento no puede constituirse como fin de la solidaridad, pues sería un componente más de ese falso humanismo que ensalza el egocentrismo, de modo semejante a como la moral previene que sin previo respeto al derecho y a la justicia la solidaridad no justifica la deficiencia en esas responsabilidades.
Ensanchar el límite a lo diverso no sólo incrementa la probabilidad de un mayor conocimiento, sino que predispone al entendimiento para absorber los modos distintos de ser en partes alejadas del mundo. Las migraciones han existido desde la agrupación social de la humanidad, porque es lícito buscar las mejores condiciones de vida, aun cuando es obligado que el que emigra sea quien se adapte a las costumbres y leyes de donde se asienta, y no que imponga sus criterios, como en la historia parece que lo hicieron las pretensiones colonizadoras, si bien no todos quienes viajaron a tierras lejanas tuvieron intención codiciosa. Cooperar con pueblos menos desarrollados es un acto de solidaridad entre países, siempre que no se exija a cambio la sumisión ideológica, económica o religiosa, que siempre se puede ofrecer como opción cultural, pero no como exigencia contractual, pues ello mostraría cómo esa aparente cooperación refleja un ansia de interés y dominio acreditado como egocentrismo nacional.
La vertiente humanística de la democracia en el mundo contemporáneo se refleja en la reacción, a mediados del siglo XX, contra los horrores causados por las contiendas bélicas mundiales acaecidas en la primera mitad de siglo; su mayor exponente es la Declaración Universal de Derechos Humanos, que, sin hacer mención directa de la solidaridad, queda sobreentendida cuando la Asamblea General de la ONU, proclamó:
"Como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción" (Resolución de la Asamblea General de la ONU, aprobada el 10 de diciembre de 1948).Difícilmente puede considerarse que el actual siglo ha hecho suyo ese ideal común, sino todo lo contrario, cuando el egoísmo de "individuos e instituciones" hace gala de imperialismo social y económico al repartirse el bienestar global en la siguiente proporción: el 10% de la población más rica posee el 76% de la riqueza mundial y el 50 % de la población más desfavorecida posee tan sólo el 2% de la riqueza total (Tomado de revista Manos Unidas nº 218, pag. 19; citando World Inequality Lab, 2022). Esa concentración de riqueza pone en evidencia que la sociedad con poder para ello antepone el interés propio al ajeno; pues, de otro modo, si predominara un ideal más solidario en las fuentes de la producción de la riqueza, se seguiría de ello la garantía del acceso a la propiedad y el ahorro familiar para una mayor parte de la humanidad y no la causa que denuncia el Preámbulo de la mencionada Declaración de Derechos Humanos en su párrafo segundo:"Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad; y que se ha proclamado, como aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de la palabra y de la libertad de creencias".Tarea pendiente de alcanzar en el siglo actual.
12.- Instituciones autónomas.
Como la mayoría de los seres vivos, el ser humano posee una tendencia innata a la agrupación con otros ejemplares de la misma especie; esa tendencia a asociarse tiene su raíz en que se nace en familia y vecindad, de quienes se recibe la protección y ayuda hasta valerse por sí mismo para independizarse y proseguir el ciclo vital generando descendencia a la que cuidar en una nueva familia. Además de esa estructura de relación familiar, la persona humana se une con otras para conjuntamente satisfacer proyectos laborales, sentimentales, morales, de ocio, de ingenio... tanto como le sugiere su creatividad y encuentra semejantes receptivos a compartirlos.
Las comunidades que forman los seres humanos se pueden clasificar, según el grado de responsabilidad que imponen, en dos tipos: Las que las determinan responsabilidades inherentes a las necesidades fundamentales a satisfacer se suelen identificar como "sociedades"; las que se constituyen con fines contingentes se reconocen generalmente como "asociaciones". Esa misma división puede considerarse desde la perspectiva de determinación social, incluyendo en el término "sociedades" las que abarcan a los ciudadanos de un modo global, casi involuntario; en cambio, las "asociaciones" lo hacen siguiendo la voluntad de las personas para asociarse relativamente a su mudable parecer. Entre las sociedades la más relevante es la nación, a la que pertenecen todos los ciudadanos de un Estado, bien por nacimiento o por nacionalización concedida, de la cual nadie puede ser excluido sino por expreso deseo de expatriación. Las sociedades se rigen de acuerdo a leyes, estableciendo para su funcionamiento instituciones que controlan todas las responsabilidades de la función pública.
A las asociaciones la pertenencia es siempre nominal y voluntaria, conservando un grado de dependencia relativa al Estado en función de su propio grado de autonomía. De hecho cada asociación constituye en hito de libertad y creatividad genuina, con personalidad propia configurada por el grupo de ciudadanos que la fundan, la cual pueden recibir nuevos socios que se adhieren a las reglas fundacionales. Su trascendencia social es incalculable, pues las asociaciones, en los países más liberales, llegan a alcanzar porcentajes altísimos de productividad, pues asociaciones son todas las entidades privadas de producción, de investigación, de ocio, de cultura, de espiritualidad, de deporte, vecinales, de regantes, etc.; si exceptuamos a las sociedades públicas y a los profesionales independientes, todo el resto de la gestión social es dirigida por asociaciones, si bien las mismas revisten diferentes denominaciones según la finalidad de sus actuaciones: empresas laborales, sociedades mercantiles, fundaciones, ONG, clubs deportivos, cooperativas..., todas ellas mantienen en común la libre iniciativa para dentro de cada Estado alcanzar sus fines de forma autónoma; lo que no obsta para que el Estado, a través de su ordenamiento jurídico, realice un control sobre sus responsabilidades respecto a los servicios y derechos de los ciudadanos que las constituyen o sobre los que pudiera recaer su actividad.
Que todas las asociaciones tengan un origen personal, no las aleja de las responsabilidades humanísticas, pues precisamente, porque conciernen a grupos determinados de personas, evidencian más las responsabilidades individuales que el ejercicio de las sociedades públicas. Cada asociación, desde su fundación a su extinción, no sólo debe sostener el criterio de tratar a cada socio con transparencia, equidad y justicia, sino también el de que sus fines constituyan un beneficio social no especulativo, en el que los beneficios particulares o comunes puedan superar la justa recompensa al trabajo invertido.
Presenta especial trascendencia en la sociedad la actividad de las asociaciones mercantiles por su implicación en la generación de los bienes y servicios que prestan en la sociedad. Si se tiene en cuenta que la gestión directa del Estado en la satisfacción de medios para facilitar la vida a los ciudadanos se reduce, en los países que admiten la libertad de producción y mercado, a porcentajes entre el 10% y el 20%, deja en manos de la iniciativa privada entre el 80% y el 90% de la producción. La mayor parte de la gestión de esa iniciativa privada se desarrolla a través de empresas mercantiles, cuyo tamaño, a veces multinacional, las asemeja a sociedades, no obstante su naturaleza las identifica como asociaciones debido a que en tanto en su fundación como en su gestión participan un limitado número de socios; por más que en los tiempos modernos las reconocidas como sociedades anónimas hayan abierto a la participación en el accionariado a cuantos puedan comprar participaciones, lo que no impide que se mantenga una actividad autónoma de los poderes públicos, aunque estos dispongan de capacidad de regulación para preservar los derechos de los consumidores y una leal competencia.
El humanismo aún tiene pendiente la integración en las empresas de todos sus partícipes, pues la tendencia es que los inversores, como propietarios, sean los únicos determinantes de la misma, cuando sin los trabajadores no serían nada. La empresa es un conjunto de inversores, directivos, mandos intermedios, técnicos, obreros y subalternos cuya cooperación en común es la que trasciende, superando la concepción capitalista de dueños y empleados, como si estos últimos fueran máquinas o robots sin conciencia ni creatividad. Todas las personas que intervienen con función financiera o laboral en una empresa son responsables, mediante el desempeño exquisito de sus deberes, del cumplimiento del fin de proveer a la sociedad de bienes y servicios, pues su relación con la entidad es el vehículo mediante el cual participan de la permuta de beneficios mutuos que genera el bienestar de la comunidad. Tanto inversores como productores se asocian libremente para conseguir el bien común propio sin olvidar la responsabilidad de relacionarse con el resto de la comunidad en la que intervienen sin la prepotencia del dominio, pues también las entidades, incluso las anónimas, deben respetar el "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado", por lo que, desde su autonomía, tanto en el reparto de beneficios como en su posición en el mercado deben comportarse con la solidaridad exigida por los reguladores municipales, estatales e internacionales.
No todas las asociaciones persiguen fines lícitos, pues los malhechores y explotadores también se asocian entre sí para alcanzar beneficios espurios, como el robo, la corrupción, el terrorismo, el blanqueo de capitales, el mercadeo ilícito de armas, la defraudación, etc. Las mafias, las maras, las sociedades secretas... crecen con frecuencia al amparo del temor que infunden a la población, de modo que todos sus miembros y benefactores quedan implicados en responsabilidad, a pesar de la honorabilidad que puedan gozar quienes las sustentan con el intercambio de favores.
De la proliferación de asociaciones honradas de todo tipo la sociedad no recibe sino beneficios, ya que el asociarse dinamiza la creatividad individual, ensancha el marco de las relaciones sociales, educa al respeto mutuo en el marco de la solidaridad y fomenta la animación social; sin olvidar que en el seno de las asociaciones crecen también las discrepancias, pues en todo ámbito de relación surgen puntos de vista encontrados que exigen el recurso de la tolerancia mutua. Para respetar la independencia de su autogestión, todas las asociaciones tienen que tener sus propios estatutos fundacionales que determinan sus fines, los medios de gobierno, sus propiedades y las condiciones de afiliación. Normalmente las leyes diferencian las que tengan fines lucrativos de las que sólo ofrecen recompensas recreativas; así como las totalmente autónomas y las subvencionadas por los poderes públicos como extensión misma de su obligada protección social, debiendo las fundaciones y ONG, por su carácter filántropo, no retribuir el trabajo de sus patronos y empleados por encima de sus iguales en la administración pública.
Aunque las asociaciones poseen capacidad de regular la aptitud de sus socios para participar de sus fines, por humanidad no deben practicar la xenofobia discriminando a personas por su etnia, religión o, simplemente, por su grado de educación, antes bien, las asociaciones pueden servir de medio muy eficaz para la integración de los forasteros en la costumbres del nuevo país de acogida.
13.- Gobierno global.
Por gobierno global se reconoce el que posee legitimidad para gobernar una sociedad, ya sea un Estado, un Ayuntamiento, un Condado o cualquier otra forma de división administrativa nacional o internacional. La característica del gobierno global radica en su responsabilidad sobre la totalidad de los ciudadanos que integran esa comunidad, con independencia de la mayor o menor adhesión política que cada uno tenga respecto al poder legal. Esa responsabilidad fundamentalmente se concreta en la defensa de la población en todos los ámbitos en que requirieran subsidiariamente una protección incapaz de subsanar por sí mismos, o ante la dificultad para el ejercicio de sus legítimos derechos.
La sociedad, en su estructura política, es un sistema de relaciones cruzadas de deberes y derechos cuyo cumplimiento certifica la idoneidad del mismo, debiendo constantemente evolucionar para servir más eficazmente al pueblo, de quien procede la Autoridad capaz de regir el bien común, que es siempre el fin moral a alcanzar por cualquier Gobierno. El hecho de que el Estado sea una institución para la defensa de la ciudadanía, no obsta para que genere mucha controversia entre los ciudadanos, pues hay quien lo detesta porque no se siente suficientemente protegido y quien considera que los impuestos necesarios para sufragar dicha protección son excesivos. La historia recoge un constante testimonio no sólo de la guerra entre naciones, sino también cómo, en casi todos los países, existe gran confrontación respecto a la gestión del gobierno propio.
La causa principal del amor y el odio a las instituciones de gobierno de un Estado provienen tanto de la evidente necesidad de una autoridad que ordene y proteja los derechos derivados de las relaciones entre ciudadanos, como de la afectación que esa autoridad pueda tener sobre el ejercicio de la libertad individual. Mientras en las asociaciones esa adscripción era libre, la pertenencia a la sociedad estatal se adquiere de manera innata, involuntaria, con los derechos y deberes ya establecidos, que son los que precisamente preconizan su inclusión en una comunidad ciudadana de derecho. Los límites de ese inmiscuimiento de los poderes públicos en el ámbito de la libertad personal son siempre difíciles de definir, pues garantizar el bien común para todo el pueblo choca con frecuencia con intereses particulares de cada uno. En el Antiguo Régimen la autoridad ilimitada de los mandatarios incluía los bienes de la gente particular --"al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y al alma sólo es de Dios" (Calderón de la barca, en la obra El alcalde de Zalamea, s XVII)--, pero en el siglo XXI, si el derecho individual y el público entran en conflicto, debe resolverse mediante el diálogo de modo pacífico, porque tanto uno como otro procede del pueblo, de quien emana toda autoridad pública y los límites de su actuación.
El poder del pueblo reconocido como efectiva y universal democracia exige que todos los ciudadanos tengan igual trascendencia de representación en los organismos del Estado, lo que supone un abismo de modernidad con la mayor parte de las tradiciones políticas de las naciones, que, de una forma u otra, siguen privilegiando el imperio de unas capas sociales sobre las restantes, basado en la cultura capacitante para la acción de gobierno. Cierto es que para la gestión pública y el gobierno de las instituciones es necesaria una formación equivalente a la requerida para dirigir las empresas privadas, la que no se adquiere sino a través del estudio y la práctica, por lo que no toda la ciudadanía es apta para gobernar, como tampoco lo es para el ejercicio de bombero, piloto o médico sin haberse preparado específicamente para ello. Por ello la implantación de la auténtica democracia en los países es lenta, pero constante la ambición de lograr con ella una mayor equidad, justicia y bien común, que sin duda se logrará implementando la inversión en enseñanza a fin de fomentar de continuo las aptitudes de participación de los ciudadanos en todos los ámbitos del progreso económico-social.
Desde la perspectiva humanística, para que un Estado posea una avalada democracia precisa un sistema circular en el que el pueblo gobierne para servicio del pueblo, de modo que entre gobernantes y gobernados sólo existan relaciones de servicio y nunca relaciones de dominio; mas, como el poder es caprichoso, es por lo que se hace necesario un control de la Administración pública tan relevante como la trascendencia del poder que se le otorga. Ello lo expresa así la Declaración Universal de Derechos Humanos:
"La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto y otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto" (Declaración Universal de los Derechos Humanos, art.21-3 ).La delegación de voluntad que, mediante el voto, otorga cada ciudadano para hacer presente su voz en las instituciones decisorias del país tiene un doble fin:Para que ello sea real se ha de cumplir que cada voto alcance su derecho de representación en las instituciones, o sea que las elecciones se realicen mediante un sistema que otorgue el poder en el Parlamento, Asamblea o Senado proporcionalmente a los votos obtenidos por cada candidato electo, sin despreciar ninguna opción, aunque sea minoritaria, pues ya luego, con la representación ponderada de los votos concedidos, se determinarán las mayorías necesarias para aprobar las layes y, en su caso, para elegir y controlar al Gobierno que goce de su confianza para regir el país. La tendencia de los Estados a conceder exclusivas mayoritarias en las votaciones por distritos deja sin representación en las instituciones a toda una gran minoría, como si no existiera, lo cual no es sino un vestigio de cómo en el pasado la aristocracia controlaba el poder. Tantos modos de monopolizar el poder poseen los partidos políticos mayoritarios que rebajan la democracia al sucedáneo de la partitocracia. En el caso de las repúblicas --actualmente cerca del 95% de las naciones del mundo-- la elección del Presidente o Gobernador debe realizarse lo más directamente posible, de modo que quede patente el resultado del escrutinio universal.
- Seleccionar a quien o quienes --si se trata de una lista de candidatura-- le han de representar.
- Revalidar o no, periódicamente, esa representación en función de su efectividad.
El anarquismo que propugna la supresión del Estado es una de las mayores negligencias acaecidas en la sociedad, porque si se elimina el Estado: ¿Quién definirá los derechos y deberes? ¿Quién protegerá a la ciudadanía? La solución de un sistema asambleario para aplicar la política apenas es práctico en una comunidad minúscula; incluso en ella, el débil reconocimiento aplicable a cualquier modo de autoridad que asuma ordenar el devenir de la sociedad puede ser de continuo contestado. Resultado de esa experiencia son los sistemas autoritarios, en los que la autoproclamación desplaza al pueblo del derecho a cualquier sistema electoral distinto del obligado refrendo a la política de los secuaces del dictador.
El soporte básico humanístico de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado" no entiende de fronteras, más en el presente siglo, donde las distancias, las comunicaciones y el mercado han potenciado unas relaciones internacionales favorables el desarrollo de la población mundial. Si bien en el Antiguo Régimen rigieron los fines de colonización y esclavitud de unos reinos sobre otros, ahora toca ampliar el límite a lo diverso en la concepción de las políticas transnacionales, de modo que, lo que se considera un derecho en las relaciones entre propios conciudadanos, también se extienda ese mismo derecho a las relaciones con los demás países, pues lo que no se desea para los compatriotas, tampoco se debe querer para los foráneos. Sin duda, practicar una política humanitaria desde los pueblos más comprometidos con ella a los menos desarrollados no gozará de credibilidad si en las relaciones mutuas el más poderoso impone criterios de dominio, como el propio interés induce, sino que la cooperación internacional debe sostenerse desde principios de ampliar a los países menos favorecidos el criterio de protección social que los ciudadanos eligen para regir su propia vida, respetando la idiosincracia propia de cada nación. El nacionalismo, que enaltece la restricción que marcan las fronteras, puede custodiar la identidad nacional, pero merma para sus ciudadanos el enriquecimiento ético derivado del bien que puede aprender cada pueblo de las experiencias de otros países, pues tanto las necesidades como los remedios para subsanarlas son parejas más allá de las demarcaciones territoriales.
La debilidad de las instituciones internacionales para actuar como árbitros en las disputas entre países es consecuencia de la deficiente democratización en sus aplicaciones, aunque la misma se consagre como fundamento en los estatutos fundacionales. Un mínimo criterio de democracia es el reconocimiento del valor ponderado de las posiciones nacionales en función de su población, y no que su poder militar o financiero sea el determinante de la decisión, como cuando se concede a alguna de ellas el poder de vetar cualquier resolución contraria a sus intereses particulares. Considerar como fin el servicio a la humanidad, no a las ideologías dominantes o a la presión de las grandes multinacionales, sería la razón de ser de esas organizaciones para corregir la ignorancia o el error incompatible con el respeto mutuo que se deben todos los pueblos entre sí.
14.- Legado personal.
Por más que la humanidad sea un conjunto de miles de millones de personas; aunque el fundamento de la sociedad sean las relaciones interpersonales; la base del humanismo radica en el modo de actuar de cada individuo particular que, como sujeto, libremente puede optar por obrar con humanidad o ignorando su conciencia la transcendencia de ese valor. Del modo de proceder personal se siguen consecuencias para él mismo y para su entorno, que, aunque frecuentemente pasan desapercibidas, dejan poso tanto sobre la identidad personal como en el subconsciente social. De modo que la huella humanitaria integra parte del legado personal.
Si la defensa del ser humano ante los peligros externos constituye una de las causas de la agrupación en sociedad, para la defensa de uno mismo contra sus propias deficiencias morales no existe sino el contraste intelectivo de la oposición entre el beneficio propio alcanzado y el posible perjuicio causado a alguien ajeno, pues nadie, en sano juicio, busca causarse a sí mismo un mal. La única arma para esa defensa es la rectificación intelectual del hábito, pero ya Confucio hace 25 siglos advertía: "¡Es inútil! ¡No he visto nunca a una persona que se culpe de propios errores!" (Confucio, Analecta 5:27). De modo que, por más que la conciencia advierta el error, la psique personal tiende a justificarlo como una determinación de las circunstancias que lo propiciaron, cuando la realidad es que si algún otro sale perjudicado normalmente lo es porque: o se ha antepuesto como fin el propio beneficio, o no se ha considerado la posible repercusión negativa para los demás.
De semejante manera a como cada gota de agua llena el océano, cada persona transmite el humanismo no sólo a través de la descendencia, sino con la rutina diaria en que cura, difunde la ciencia, levanta viviendas donde habitar, depura sus residuos, auxilia al necesitado, crea redes de comunicación, cultiva la tierra y pastorea rebaños, practica el ocio y descansa, etc. etc. Prácticamente todas las actividades diarias del hombre y la mujer aportan vitalidad al legado de la humanidad como actores de la perpetuación de la trascendencia intelectual de su especie. La riqueza del legado de la humanidad sólo es contemplada como tal por ella misma, pues la conciencia que la identifica no se da en ningún otro ser, e incluso las ciencias humanísticas sólo compendian efectos, pues la causa no radica en la masa social sino en la voluntad individual de cada individuo en portarse como persona, quien posiblemente ni siquiera es consciente de esa transcendencia.
La relevancia humanitaria de determinados personajes históricos son una muestra, un ejemplo, de la ética del bien obrar, anteponiendo el concepto de servicio sobre el de dominio, de la solidaridad sobre el supremacismo, de la justicia sobre la ambición; pero ese juicio social no implica que poseyeran naturalezas superiores a las demás personas, ni que su valía superara a los restantes ciudadanos, sino que respondieron con lealtad a las propias intuiciones de humanidad, como otra inmensidad de individuos, pasando desapercibidos, han obrado de modo igual.
El baremo de humanidad lo ofrece la propia conciencia, porque nadie de fuera es capaz de juzgar la relación entre los actos de una persona y la responsabilidad de haber tratado a los demás con la correspondencia propia de la mistad. No todo el mundo posee la misma formación teórica y práctica sobre los valores humanos, por lo que la perspectiva de la objetividad en el juicio externo es débil, pero la exigencia personal subjetiva sigue el criterio filosófico de que "el obrar sigue al ser", por lo que la humanidad en cada individuo se manifestará en función de la potencial capacidad para identificar el interés ajeno.
Que la sociedad critique la deficiencia de un trato humanitario entre su población, casi siempre es consecuencia de una experiencia pretérita en la que los valores del espíritu se imponían al materialismo, principalmente porque entre la vecindad existía una percepción mayor de la necesidad de pedir y prestar auxilio ante la necesidad. La progresiva coresponsabilización de las instituciones públicas para acudir en auxilio de los ciudadanos ha mejorado la atención, pero al tiempo ha relajado esa ocupación vecinal de atender los cuidados mutuos. El que el pueblo cumpliendo sus deberes favorezca la calidad de vida de todos los congéneres no oculta que aún en la sociedad cabe mucha mejora de humanidad, pues el hedonismo por poseer supera al idealismo por ser. Dar por supuestos el respeto al derecho y la justicia no agota el legado que cada persona puede hacer a la comunidad, pues incluso un estado de derecho no asegura "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado" si individualmente no se vive con esa inclinación. ¿Por qué si no la injusta repartición de la riqueza?, ¿o las guerras?, ¿o el hambre?, ¿o el odio?... que obligan a migrar y a ser acogido, o rechazado, por quienes poseen los medios materiales para paliar tanto dolor. ¿Por que tanta víctima de violencia de género? ¿Por qué la desestructuración de las familias?... con todas sus nefastas consecuencias sobre la educación de la prole. La auténtica raíz del humanismo no debería generar sino brotes y frutos positivos, lo que queda a consta de la conciencia individual, la que debe cuestionarse si de verdad los demás son una ocupación propia, como lo serían si a todos se concediera un rango de amistad, o por el contrario son extraños de los que las noticias ofrecen datos circunstanciales que sólo momentáneamente alteran los sentimientos.
La actitud humanística no puede cederse a las instituciones sociales, ya que es palpable que cuando la solidaridad no excita el compromiso personal, tampoco trasciende a la exigencia que se pueda demandar a las autoridades. Una prueba de ello puede encontrarse en la respuesta a la consulta personal que cada uno se debería hacer: ¿Qué porcentaje de la renta mensual que sustenta mi bienestar dedico a paliar en otros el déficit de protección social que le afecta y alcanzo a conocer por percepción directa o a través de los medios de comunicación? Ayuda que se puede hacer efectiva con alimentos, compañía, dinero, asistencia, medicinas, acogida, instrucción, etc. Bien sea con aportaciones económicas o dedicación de tiempo e imaginación se puede hacer realidad el que el trato entre las personas, en la cercanía o en la distancia, sea más humanitario, no como un ideal genérico, sino con la efectividad que retribuye en la conciencia la satisfacción de un deber cumplido.
La memoria íntima del paso por la vida no puede ignorar el compromiso realmente empeñado en servicio a los demás --lo que muchas espiritualidades reconocen que tendrá proyección en la "otra vida"--, el que compensa en parte que la ambición, la envidia y la maledicencia perpetúen la imagen de una sociedad de confrontación y dominio embaucada en la permanente promesa de una próxima regeneración social, imposible de hacerse realidad obviando la premisa de "tratar al otro, como cada cual gustaría de ser tratado".
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